Elizabeth Finch
Julian Barnes
Traducción de Inga
Pellisa
Anagrama
Barcelona, 2023
201 páginas
En la antigua Grecia
existían dos estrategias de formación: a los hombres libres se les educaba en
el ágora y a los esclavos en una escuela de instrucción. Hemos heredado el
segundo sistema, el que crea súbditos y no personas con la capacidad para desarrollar
pensamientos propios. Nuestros sistemas educativos están anclados en las necesidades
de la Revolución Industrial. Hace tiempo que olvidaron el diálogo socrático y
el aire libre. De ahí que llame tanto la atención la idea de una maestra,
alguien que educa a adultos, capaz de retomar, contra cualquier iniciativa
pedagógica oficial y cualquier corriente administrativa, la iniciativa de los
antiguos griegos: hay que enseñar a pensar, los conceptos vendrán por sí solos.
Julian Barnes (Leicester, 1946) crea a este personaje o, para ser más exactos,
crea a este personaje a través de la mirada de uno de sus alumnos, que será el
narrador de esta novela. No sólo es socrática, o así la entiende quien la
admira, sino que además es seductora, flemática, anticonvencional, fumadora y
muestra una nobleza moral a prueba de bombas: «Una mezcla de franqueza absoluta y
secretismo repentino. Y también empatía absoluta y distanciamiento ocasional», dirá de ella uno de nuestros personajes.
Tras asistir a sus
cursos, el narrador, un tipo que confiesa tambalearse entre creer que tiene el
control y comprender que todo está perdido, mantiene una relación de veinte
años que no interrumpe el platonismo, limitándose a verla una vez a la semana
para comer en un restaurante italiano. Durante la primera parte de la novela
asistimos a esa admiración que poco a poco se nos antoja hiperbólica, y por
tanto nos hará ponernos en guardia, no sea que vaya a querer significar lo contrario
de lo que nos sugiere. Pero el relato se interrumpe bruscamente, con el
fallecimiento de ella, antes de que nuestra duda se coagule, y entraremos en una
segunda parte que parece confirmar ese asombro a través de una investigación.
El narrador se consagrará a un proyecto de investigación sobre la figura clave
en el pensamiento —y sentimiento— de su amiga y profesora: Juliano el
Apóstata. Lee, con mucha reverencia, los cuadernos que ella le ha legado, llenos
de aforismos y referencias al pensamiento del emperador romano. Al mismo
tiempo, investiga acerca de él, un estudio que está lleno de diálogos con los
libros y entre los textos. Juliano da pie al debate y esta segunda parte de la
novela nos revela que es posible hablar con la literatura.
Barnes, a través de su narrador, escribe un
perfil de Juliano, mostrando su poder, su influencia y las consecuencias de lo
que él construyó o se construyó sobre él. La religión, por supuesto, pasa
constantemente a primer término, pero la idea es que incluso ahí donde la historia
ha querido hacerle polémico, fue reflexivo. En realidad, el narrador va
descubriendo por qué le llamaba tanto la atención a su maestra: el contenido de
su vida invita a la creación constante de paradojas, pero, al contrario de a lo
que suelen invitar, están muy alejadas de cualquier tentación de cinismo.
En la tercera parte de la novela, planificada
como una sinfonía, se retoma la acción presente para ir cerrando capítulos con
las personas que intervinieron en la vida del narrador en los mismos momentos
en que apareció ella, Elizabeth Finch. A los que se añade el hermano de la
maestra, alguien bastante pragmático que comparte con su hermana la apariencia
de serenidad. Pero todo sin perder de vista la idea de que para ella la historia
es «activa, efervescente, volcánica a veces». La novela obedece a un homenaje,
nos aseguran. Es, por tanto, una de esas obras que se le imponen a un autor. Y
que a un autor del talento de Julian Barnes se le imponga una obra supone que
el resultado sólo puede ser magnífico, posiblemente una obra maestra.
Fuente: Zenda
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