La familia Aubrey
Rebecca
West
Traducción
de Andrés Barba y Carmen M. Cáceres
Seix
Barral
Barcelona,
2019
542
páginas
Sin
que pueda catalogarse a la novela como un Bildugsroman,
La familia Aubrey es uno de los mejores ejercicios literarios sobre el
crecimiento que se han escrito jamás. Rebecca West (Londres, 1892 – 1983) nos
muestra, sin remordimientos ni acritud, con una nostalgia sin paños, que
crecer, ir creciendo, es una experiencia dolorosa, complicada, lo más difícil
que debemos afrontar en nuestra vida. No hay un engranaje que nos transforme,
una gran aventura que nos lleve hacia la vida adulta o lo que sea que venga
detrás de la infancia y la adolescencia; lo que sucede es, sencillamente, que a
nuestro alrededor las cosas giran, se vuelcan, se transforman, se matizan, a
medida que, inevitablemente, sumamos latidos que desgastan nuestro corazón. El
impulso hacia eso que uno llamaría “hacerse mayor” si tuviera la certeza de que
la expresión supusiera un avance, una madurez, un llegar a algún sitio, está en
constante tensión, pero sin rigidez ni nervio, con el deseo de permanecer en la
verdad de la infancia. Crecer duele, renacer duele, reinventarse duele, y esto
es algo que la protagonista, sacada directamente de la memoria de West, hace a
cada párrafo y muy poco a poco. West nos dicta que el gran dolor será la suma de
pequeños dolores, como agujas de acupuntura, que se clavan al tiempo que pretenden
sanar.
“Me
doy cuenta ahora como adulta de que no he sido sutil en mi vida respecto a
ninguna otra cosa que no sea la música”, es una de las escasas expresiones que
utiliza para darnos cuenta desde dónde se narra la historia de la familia
Aubrey, compuesta por un matrimonio formado por dos soledades, tres hijas en
movimiento y un hermosísimo hermano pequeño. La frase aclara la intención
constante de trabajar con empatía hacia la infancia. Cada acto, cada párrafo,
está escrito desde la memoria sensorial, como si Rebecca West fuera capaz de sortear
la otra memoria, la cognitiva, para escribir con la misma sustancia de la que
están hechos esos recuerdos primerizos, los de los bebés, por ejemplo, que
marcarán para siempre nuestro carácter. Es, por tanto, una obra sobre la
construcción del yo y una autobiografía sentimental, porque no se trata,
exactamente, de un reflejo de los días de la autora o, para ser más precisos,
tal vez sí sea un reflejo, pero no una descripción de precisiones. La familia
Aubrey, como la de West, pertenece a una aristocracia que no es que muestre
signos de decadencia, es que está en riesgo de extinción por motivos puramente
económicos. Pero la autora mantiene la conciencia de clase sin ser crítica ni
con el estrato social ni con el hecho de que existan estratos sociales. Se
limita a registrar de forma subterránea esa pertenencia, para dedicar sus
esfuerzos a la elaboración de unos personajes imperfectos. La maestría de West
transforma esas imperfecciones en perfecciones literarias, gracias a esa mirada
de la narradora, que es adulta y niña al mismo tiempo, que intuye cuáles son
las distancias que separan en cada individuo lo que son de lo que parecen. Y decimos
intuye porque no exhibe nada semejante a certezas.
Estamos
frente a una madre que proyecta en sus hijas lo que le hubiera gustado
conseguir y una hija que apenas encuentra pureza en la música y en la
admiración por algunas personas en algunos momentos. Tanto un refugio como otro
se nos muestran como un recurso para huir. Aunque no hay cobardía en la
narradora, más bien al contrario: es capaz de mirar de frente y tomarse su
tiempo para recomponer los hechos, pues de hechos estamos hablando, de la
sabiduría de narrar de modo que seamos nosotros quienes lleguemos a
conclusiones. No habrá grandes frases célebres en el relato, pero sí muchas
conclusiones por efecto de acumulación, destiladas de una manera de escribir de
una aparente sencillez brutal, con un estilo -fielmente reprogramado por los
traductores en un trabajo impecable- digno de envidia.
La
familia Aubrey no encuentra su sitio en el planeta. Eso lo habíamos visto y
leído en cientos de obras, pero normalmente con un tratamiento individual: la
dificultad para hallar nuestro lugar en el mundo es uno de los temas más
reproducidos en las comedias más serias que hemos presenciado, desde Chaplin a
Jaques Tati, y aquí se lleva al paroxismo familiar. A esta familia que no se elogia
ni incomoda, que, como siempre, es un monstruo de mil cabezas de la que una, y
uno no sabe nunca cuál es, le toca muy de cerca. La familia es una farsa,
parece indicarse, pero West no está sola a la hora de certificar que el mundo,
y la familia como detonante de creación y elaboración de mundos va implícito en
ello, es puro teatro. Así es como durante la lectura surca por la novela esta
pregunta constante: ¿vamos a ser felices? Y ante la duda, que jamás llegará a
resolverse, de ahí que la narradora nos haga conscientes de que escribe entrada
en la edad adulta, se nos habla de miedos y de moral sin que sintamos que se
nos están manchando las manos al hablar de miedos y de moral. Y para llegar a
ese estado literario, hace falta poseer una serenidad que tal vez no transforme
a la autora, a la narradora o a la protagonista, pero que a nosotros nos deja
la sensación de haber participado de un trozo de vida, con sorpresas en lo
cotidiano, asistiendo al insalvable escalón que existe entre los niños y los
adultos, como si fueran clanes que viven en paralelo, sintiendo que no somos
los únicos que hemos surcado por la existencia dudando que alguien nos pueda
comprender, cuestionando la tradición como algo competente, puesto que es inevitable.
West nos enseña que, a la hora de la verdad, nadie hablamos el mismo idioma, en
lo que se refiere al lenguaje, pero que todos hemos participado de unos muy
semejantes vaivenes emocionales, parecidas formaciones sentimentales, similares
aprendizajes sensoriales.
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