Kitschfilm
Carlos
Piegari
El
Transbordador
Málaga,
2018
240
páginas
A
medida que pasan los años, el trabajo de investigación abandona su condición
académica o periodística, para irse haciendo más etnológica y antropología. Los
huecos que uno debe rellenar para dar consistencia se incrementan, hasta el
punto de que hablar, por ejemplo, de la sociedad Maya o especular con la
colonización de las islas del Pacífico, está más cerca de la ciencia ficción
que de las certezas. Carlos Piegari retoma el asunto perdido de los nazis
exiliados en la selva amazónica, exiliados o escondidos, en cualquier caso en
fuga, para trazar una obra de ficción en la que desconocemos qué parte fue
ciencia y qué parte magia. El recurso al manuscrito encontrado, que aquí es una
obra real, y la investigación desde la actualidad, condicionan el texto. Se
trata de un libro fragmentado porque solo somos capaces de reunir fragmentos.
Uno quisiera saber qué hubiera hecho con ese material un escritor más ortodoxo,
incluso decimonónico. En el postfacio de Fernando Jiménez se mencionan varias
posibles influencias: Bolaño, Schwob, Los
niños del Brasil o Manuscrito
encontrado en Zaragoza. Se olvida de Stefan Zweig porque el autor alemán
jamás se hubiera permitido esta estructura en la que el tiempo es maleable. Viajamos
de la actualidad a los años 30 o 40, y retornamos y volvemos a viajar. Y
durante todo el tiempo que abarca el inicio del Tercer Reich hasta el año 2016,
está lleno de agujeros por los que se cuela la ficción, la del autor y la del
lector.
Hay
un debate ético, sin duda, al atribuirse a los torturadores la capacidad de
estremecerse con la belleza del batir de alas de una mariposa. Aparece esa
estética en algunos trazos que han dejado a su paso, pero las pistas que recaba
el narrador, un investigador anónimo más dotado para la novela que para la
crónica, hablan de barbaridades ocultas. Todo esto forma parte de la leyenda en
la que los nazis fugados se escondieron en la selva tropical. Piegari traduce,
supuestamente, parte de los textos del alemán, y lo hace en su idioma, que es
el español hablado en lugares como Argentina o Paraguay, o en lo que se conoce
como la triple frontera, donde colindan con Brasil los otros dos países. Y para
incrementar la intriga se vale de nombres como Kurtz, que nos remite a El corazón de las tinieblas, un
desconocido, o Adolf, que nos remite a Hitler, que se repite en la realidad y
en la ficción -creado a partir de Jungle
Jim- que forma parte de la realidad creada por otros. De esta manera, la
novela tiene el tono costumbrista de un idioma que nos ayuda a viajar hasta el
lugar de los hechos, y el permiso para hacer suposiciones, la libertad de la
ficción.
Pero
Piegari construye la novela, a conciencia, con agua y aceite. Los personajes no
se integran en los escenarios. Se impone el contraste, incluso el choque
cultural, social y de mando. Se impone ocultarse y la ardua labor del misionero
que nos narra, en el sentido de que conseguir concentrar toda la historia es
una auténtica misión, un empeño, una tozudez que le lleva a salto de mata de
Münich a Praga, París, Montevideo, Paraguay, los ríos, la selva, los puestos
coloniales en las orillas de los ríos, donde la vida es tan imposible como en Una avanzada del progreso, el relato de
Conrad. Pero el narrador es consciente de que ya no se reproduce la victoria de
la selva. O consigue rápidamente los datos, o la selva será pasto de la
agricultura industrial, de las plantaciones de soja. El libro exige al lector
una lectura continua. El aspecto fragmentado no debe llevarnos a engaño. Y contiene
a un personaje, Neunteufel que escribía relatos de la selva en los papeles que
encontraba durante la batalla de Stalingrado. Aunque solo sea por saber qué fue
de esos relatos, el lector se verá dentro de la novela por más que quiera
evadirse. Un consejo: no intenten salir de ella.
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