Guerra y trementina
Stefan
Hertmans
Traducción
de Gonzalo Fernández Gómez
Anagrama
Barcelona,
2018
366
páginas
La
conclusión, que no el final, la expone el propio Stefan Hertmans (1951) cuando
dice que “acabé comprendiendo que mi abuelo había sido el loco de corazón puro,
el inocentón que se había hecho acreedor de mi admiración porque no conocía el
egoísmo ni la vanidad o la autocomplacencia, solo aquel servilismo suyo, que
para él era algo natural, lo cual lo convertía al mismo tiempo en un héroe y un
simplón de intenciones nobles. Cuando comprendí esto (…), comprendí que apenas
entendía nada”. Y ese es el grado máximo de sabiduría, una virtud en la que
está puesta todo el empeño de esta obra. Hertman reproduce la vida de su abuelo
y con ella la de su entorno a lo largo del siglo XX, sobre todo de los primeros
años del siglo XX, hasta que lo quebró la Primera Guerra Mundial. El estilo nos
resulta familiar, nos recuerda a Sebald, por ejemplo. Pero lo que en Sebald es
un trabajo peripatético, sin que esto quiera decir nada malo, pues no son otras
sus intenciones que las de hacer llorar, en Hertman es sinceridad. Sebald
oculta cierto cinismo, cierto grado de superioridad moral, cierto complejo, del
que Hertman apenas rescata ese tono de crepúsculo trasladado al pasado. De esa
manera gesta una paradoja, pues el pasado debería ser amanecer. Pero será esa
intención manifiesta de engañarse a uno mismo, dictando que en el pasado la
vida era más humana, la que le lleve a la búsqueda de la paz, o de algo
parecido a la paz interior. Para ello se vale de la figura de su abuelo y el
libro toma un matiz íntimo tanto en lo biográfico como en el retrato social. Es
un adagio.
La
presencia de enfermedades de pulmón que matan a seres queridos, nos remite al
romanticismo. Pero Hertman describe con sosiego hasta los aspectos crueles,
hasta lo desagradable, y en realidad halla mucho de desagradable condicionando
la vida. Rescata del olvido colectivo todo lo que puede para experimentarlo
como nuevo a través de la literatura. Ese olvido colectivo tiende a apartar los
fragmentos más aciagos, que él los trae a manera de descubrimiento. La forma de
compensarlo es el arte. La pintura y el dibujo, a los que su abuelo se consagra
sobre todo en los momentos en los que necesita ser rescatado, pero no hay nadie
allí para salvarle. Así va sorteando la reproducción de los primeros años de
vida de su abuelo, de la que apenas dispone de datos como para completar una
novela, por lo que se topa con muchas preguntas. Y Hertman vive las preguntas
como si fueran abismos. Pero se empeña en acompañar a sus antepasados como si
allí él hallara una alegoría de su propia vida. Crea hipótesis sobre la belleza
triste y sale a buscar l que tiene que quedar.
Hasta
que se da de bruces con el horror de la Primera Guerra Mundial. La reproducción
sórdida que hace de la misma nos resulta un tanto conocida: las trincheras, el
barro, las mutilaciones, las ráfagas de metralleta, los muertos uno a uno, la
pérdida de cualquier sentido de la ética a favor de la supervivencia animal.
Incluso la religión, que había estado presente con anterioridad, se hace a un
lado. Solo algún dibujo hecho con el carbón de una hoguera le recuerda que hay
algo humano en el interior de su abuelo o en su interior, pues esta parte del
libro está narrada en primera persona, desde el punto de vista del abuelo
soldado. El mayor valor de estas páginas es la deconstrucción de una persona
que tendrá que volver a levantarse. La inocencia debió haberla perdido, claro.
Y como a tantos otros, ese paso de la adolescencia al mundo adulto se les
arrebató durante las batallas y el sufrimiento. Siente que hay una pérdida,
pero no llega a expresar en qué consiste. Sí la cura a través del amor y luego
de la compañía, porque a la muerte de la chica de la que está enamorado seguirá
el matrimonio para no quedarse solo. Esta parte de la historia está ya
documentada, sí, pero a pesar de todo Hertman tiende a buscar una explicación
psicológica en cada gesto y por encima de todo en cada una de las mujeres que
marcaron su vida: la madre de su abuelo, la difunta amada, la hermana mayor de
esta y su hija, esferas que condicionan tanto, que presionan tanto que busca
consuelo en la pintura, donde algo de lo sublime debe de permanecer. O al menos
algo de lo bueno que puede tener el ser humano. Esa bondad ingenua y natural es
lo que desesperadamente busca a través de cada una de las líneas de este libro
un hombre que echa de menos la sencillez en la condición humana.
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