lunes, 11 de junio de 2018

TIERRA MADRE (y 2)


Tierra madre
Paul Theroux
Traducción de Mariano Peyrou
Alfaguara
Barcelona, 2018
645 páginas

La gente cambia. O no. La gente no cambia. A la hora de la verdad, si se coge a un maestro zen y se le somete a presión emocional, vuelve a ser aquel crío gruñón que enseñaba los dientes diciendo que no le gustaba el pescado, aquel crío que se enfadaba hasta que se le caían los mocos a chorro. Cuando regresa a su pose y a sus cualidades sinceras, por qué no iban a serlo, de maestro zen, puede sentir arrepentimiento. El sentido de la culpa es uno de los motores que mueven a la gente, al individuo y a las masas. Pero sobre todo al individuo. De esto trata esta Tierra madre, una novela autobiográfica que a la vez que servir de expiación a su autor, nos ayuda a comprendernos. Que no estamos solos es uno de los consuelos que se extraen de la lectura de esta obra. Por eso estamos tan agradecidos a Paul Theroux (Massachussets, 1941).
El título hace referencia al territorio en el que la madre impone su ley. En este caso, la madre es una persona que, por resumirlo con una expresión patente, habría que mandar al quinto pino. Perderla de vista sería de agradecer. Y, sin embargo, Theroux y sus hermanos están enganchadísimos a una relación flagelante. La madre es una persona que quiere ser la novia en el día del funeral y el muerto en el día de la boda. Su tendencia a convertirse en un personaje dramático es patológica. Es una neurótica límite, que bordea la psicopatía. Le importan bastante poco los demás, pero tiene sus preferencias. Y no se arruga a la hora de mostrar las diferentes categorías que establece entre sus hijos: la vara de medir tiene como tope la adulación y como base la crítica. Es imposible insinuar nada que pueda ser interpretado como un reproche, como un “yo pienso que tal vez esto hubiera estado mejor si en vez de”, porque ella lo tornará en un campo de batalla y pondrá a todos sus guerreros a pelear contra su hijo crítico, el díscolo, el viajero, el literato, el que, a pesar de todo, vive su vejez en una casa a veinte kilómetros de la de ella para poder atenderla mejor.
La familia montada sobre esos cimientos, a los que se añade el eterno duelo por una hija muerta hace décadas y un padre también muerto, que apenas se menciona y por tanto intuimos que siempre estuvo a la sombra de su mujer, es una farsa. De hecho, la mayoría de las familias son una farsa. Coge al grupo perfecto, a esos padres, hermanos y nietos que tanto se quieren, que celebran juntos los días más importantes entre risas y bromas, y ponlos bajo presión emocional y observarás un sociograma en el que las divisiones, los tabiques y las distancias, la cobardía y otros animales del sentimiento, están al orden del día. En estos sentidos, la publicación de esta obra en España nos habla de un país que empieza a madurar. Una obra en la que la madre es la maltratadora, en la que la mujer es la maltratadora, es algo absolutamente innovador y rompe los lugares comunes.
Aunque Theroux se vale del humor para mantener una distancia en la que no pueda ser criticado en ese sentido. Del humor y de sí mismo, colocado como personaje al que la presión de su madre vuelve a convertirle en el crío que entraba a escondidas en la casa para robar unos centavos del bote de mermelada de la cocina donde se guardaba el dinero para el pan. Ese crío y este autor maduro, rompen con las leyendas de las grandes familias americanas, y por extensión occidentales. Ni siquiera vivir en un lugar idílico como Cape Cod ayuda a limar asperezas. Ni el hecho de que cada uno de ellos lleve una vida más o menos cómoda, una vida retratada con algo de manierismo, porque de utilizar la realidad desnuda, daría mucho miedo.
Frente al retrato social, está la madre y su territorio, empeñada en no evolucionar. Y en los temas que atañen a la madurez, no existe el estancamiento: o uno madura o retrocede. Así la madre se va haciendo cada vez más pequeña, más reducida a su condición de persona que disfruta humillando. Su personalidad queda limitada al mínimo, a una crueldad que no descansa. Es feliz destruyendo. El padre ausente representa, de forma elíptica, la moral que falta en la familia. Y la madre la monomanía de una mujer que pretende que sus hijos estén obsesionados con ella y por ella. Theroux será capaz de entrar a hurtadillas en la casa de su madre para fotocopiar los recibos bancarios y saber cómo está regalando su dinero y sus bienes a sus otros hermanos. E, incluso, intentar luchar contra esa injusticia en una guerra que, vista desde este lado del libro, es evidente que tiene perdida. El colmo de la situación llegará cuando Theroux se reencuentre con el hijo que tuvo contando él dieciocho años, un niño que dieron en adopción, sobre el que se habla al principio de la obra. Y todo esto cobra sentido al final. Porque hay algo de redención en las intenciones de Theroux, algo de sentido de culpa, algo de “podía haberlo hecho mejor”. Al fin y al cabo, se trataba de una anciana de noventa años. Farsante y ególatra, sí, pero una anciana y la única madre que va a tener en este mundo. Es un caso peculiar, sobre el que merece la pena prestar atención, pero, debemos advertirlo, no habrá lector que no se lea a sí mismo en alguno de los personajes del libro. Lean esta obra maestra con mucho cuidado.

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