MARTHA GELLHORN
Entre el
infierno y la risa
Que
el título más representativo, al menos en lo que se refiere a literatura de
viajes, de Martha Gellhorn (St. Louis, 1908 – Londres, 1998) sea Cinco viajes al infierno, o Five Travels from Hell, es una paradoja.
Sobre todo si pensamos en que la preposición inglesa from se traduce, literalmente, como desde. Esos cinco viajes desde el infierno que selecciona hacia el
final de su vida, que narra con mucha más memoria que cuaderno, no hacen
referencia en ningún momento a la guerra. Aunque lo que esté presente sin
descanso sea la supervivencia y, por supuesto, la metralleta con la que
arremete contra lo que la invita a dejar de vivir, esa arma que se conoce como
autoestima. En este libro, una incansable corresponsal de guerra, oficio que
siguió practicando hasta cumplir más de siete décadas en canal desgastándola
los huesos, se olvida por fin de su monomanía tan justificada, la defensa de
los perdedores, para plantearse los destinos de viaje en función del ego propio
como centro del universo. La memoria se convierte aquí en un revulsivo contra
la desmoralización. Gelhorn era valiente y se pasó toda la vida en combate
contra el aburrimiento, incluida la senectud en Inglaterra y el descanso en una
casa de Gales, donde los gatos eran las formas que tomaban los espíritus libres
que había amado y perdido a lo largo de su carrera. Austera hasta la médula,
capaz de vivir con lo que le cabía en los bolsillos, confesaba que acumular y
mejorar posesiones es una manera de perder la vida. Cualquier posesión es una
trampa cavada en el suelo, un grillete: “Tengo las cosas que necesito y no
codicio ni colecciono por voluntad propia”, afirmaba. “No desear es lo mismo
que tener”, dictó Séneca, y el aforismo rasgaba el sistema nervioso de Gellhorn
en cuanto veía una barra de labios en el bolsillo.
Sobre
ese enunciado escribió este libro, en el que Gellhorn nos sorprende con el
relato de los cinco viajes más desastrosos que ha protagonizado en su vida, una
pequeña colección que refleja su única y efímera codicia: la de tener un
billete de avión en el bolsillo. Tras tantos años como periodista en los
rincones más maltratados del planeta, centrando su prosa en rincones oscuros y
en ocasiones llenos de moscas comiéndose la sangre de los cadáveres, Gellhorn
encuentra cinco lugares en los que resulta increíble que alguien viva. ¿Cómo lo
hace esa gente y, sobre todo, por qué viven allí? Escrito con una dosis exacta
de sarcasmo, un acto humano que resulta incomprensible para ella, lo que
configura el infierno son las condiciones higiénicas, el olor de las letrinas y
los lavabos, los colchones con chinches y la basura en las calles. “Tal vez me
he vuelto lo bastante sabia para saber cuándo retirarme”, confiesa tras tantas
visitas a tantos lugares. Ya ha perdido el interés por lo novedoso y quizás por
la nueva gente, y percibe en exceso la epidermis del planeta. Es posible que no
sea la sabiduría, pero sí los demasiados paisajes –“no me gusta ningún lugar de
forma permanente”, dice– los que la llevan a pensar en dedicar los últimos
tiempos de su vida a un viaje más interior. Por eso este libro está escrito con
recuerdos, de ahí que resulte tan alejado del clásico cuaderno de campo.
“El
único aspecto de nuestros viajes que tiene público garantizado es el desastre”,
confiesa Gellhorn, antes de regresar a una China en la que interviene tanto una
extraña compasión por los humildes como un rechazo estético. En el recuerdo se
combina la pena y la suficiencia, productos del choque cultural. Gellhorn
colecciona extrañas imágenes en la retina y reconoce sus prejuicios, sin
complejos. El hecho de haber regresado de un viaje por el Caribe en el que toda
la magia estaba en los nombres de los lugares, la llevará a lamentar el mundo
que se fue sin haber terminado de entenderlo. Cruza África de costa a costa,
interesándose por los vividores y exiliados de Occidente, identificándose con
unos africanos que la sacan de quicio y sintiéndose aislada. Califica Moscú
como la ciudad de la depresión, y describe con mucho desaliento su paso por la
entonces capital soviética durante el reinado de Stalin. Y a lo largo de tantos
kilómetros, demuestra que es incapaz de comprender las reacciones humanas y que
dicha perplejidad la desalienta.
Gellhorn
se pasó la vida viajando para aprender algo de la vida a través de las
costumbres locales. Y también huyendo de su paisaje natal y de cualquier
lastre, pues para ella construir una casa para fundar un hogar permanente es
mucho peor que el viaje más horrible. Entre otras razones, porque de los viajes
horribles ha regresado y eso la permite trazarlos en su memoria con ternura,
cuando ya afincada en un Londres alejado de su hogar natal, se dedicaba a lo
mejor que puede uno entregarse, que es a recibir a los amigos. Si uno no puede viajar
por su cuenta, debe dejar que los viajes entren en su casa. Convirtió una casa en
un terreno donde acudía la gente a dar testimonio del exterior. Su postura
respecto a los conflictos armados de los que dio cuenta sirvió para conseguir
ese sello casi apetecible, por todo lo que significa de éxito en sus denuncias,
según el cual no se le permitía pisar una buena parte del territorio mundial.
Gellhorn estuvo en la guerra por entero, eludiendo la irresponsabilidad de
creer que la primera línea de batalla era algo ajeno y que uno podía informar a
través de los boletines de los mandos militares.
Durante
el desembarco de Normandía, Gellhorn se disfrazó de enfermera, oculta en los
baños del buque que la transportaba, y saltó a las playas agarrando una camilla
de primeros auxilios en lugar de quedarse a salvo en el barco, esgrimiendo una
máquina de escribir. Apenas hubo algún otro testigo civil aquel 6 de junio de
1944, en el que docenas de miles de cadáveres quedaron embarrados entre la
arena y el agua salada de la playa de Omaha. Mientras otros periodistas eran
transportados a zonas de desembarco bajo estricta vigilancia, ella no podía
dejar de ser fiel a una de sus principales cualidades: la vehemencia. Gellhorn
se rebelaba contra la injusticia hasta sentir un infierno en sus entrañas. Tal
vez ese sea el origen de la preposición from
en su libro de viajes: ella viajaba desde las tripas, que le ardían como si
estuvieran asándose en el infierno. Ese fuego la permitió sobrevivir ayudando
en el campo, oficiando como auténtica enfermera. Ya daría testimonio más
adelante. Su texto llegaría con un día de retraso y con la veracidad que no
poseen los que viven la guerra como si la sufrieran seres animados con cuerpos
humanos, y la protagonizaran los errores de los altos mandos jugando al ajedrez
sobre el mapa de Europa.
Gellhorn
fue arrestada y transportada junto a los heridos a un campo de instrucción de
enfermeras en medio de la campiña inglesa, un lugar donde el tiempo se detuvo
gracias a los cuadros de Constable. Aun así, y pese al descanso que debía
suponer para ella, escapó y convenció a un piloto para que la transportara
hasta Italia. No tenía dinero ni el carné de periodista, para sobornar o
convencer al piloto. Pero Gellhorn poseía dos cualidades, a una de ellas muy
pocos hombres pueden resistirse y se llama belleza. La otra es privativa de las
personas con personalidad versátil y demoledora, atractiva y envidiable, y se
conoce como la risa. Ya lo rezó Pablo Neruda en uno de sus mejores poemas:
“niégame el pan, el aire, / la luz, la primavera, / pero tu risa nunca / porque
me moriría”. Sentir que al faltar la risa de Martha Gellhorn uno podía morirse,
es una emoción que embriagó a un anciano H.G. Wells, que fue su colega, maestro
y pretendiente, y a un aristócrata francés de nombre Bertrand, con el bronceado
de un cenicero de cobre, estilo Cinzano, y que fue su pareja juvenil, su
primera relación de largo aliento. De la relación con este muchachito salió
harta de críos que necesitan al lado una niñera y odió a la sociedad porque
creía que estaba estratificada así: por un lado, los niños que sufren, los que
te despellejan, como los que descubrió en su primer viaje por las zonas más
atrasadas de Estados Unidos, y por otro la aristocracia o como quiera llamarse
a ese grupo de gente que pretende linaje de sangre o un linaje comprado en esas
subastas donde la decadencia vendía sus títulos.
Hemingway
fue diferente. Gellhorn se acostó con él por primera vez en Madrid, mientras
los morteros y la aviación bombardeaban a los republicanos que resistían a base
de sopas de ajo, cuatro balas y mucho coraje. Esa noche puso por su parte más
admiración literaria que sensualidad o cariño. Hemingway la había impresionado
al darse cuenta de que era cierto eso que se comentaba sobre él, eso de que
cuando entraba en una habitación la dejaba sin aire. Era orgulloso y mezquino,
al menos lo bastante como para atreverse a publicar algunas novelas muy malas y
vender los derechos a algún productor de Hollywood por una cantidad
astronómica. Hizo de sus escasos recursos literarios todo un estilo,
recurriendo a lo que él llamaba exactitud, una marca que intentó heredar
Gellhorn. De hecho, los reportajes de Gellhorn superan en calidad a los de
Hemingway con cierta holgura, excepto en la mejor obra del premio Nobel: Verdes colinas de África. Gellhorn se
había dado cuenta de que debía mostrarse segura al escribir, y que para ello
debía valerse de palabras sencilla y frases directas. Pero también de su falta
de objetividad. El mundo es horrible si intentas mirarlo como se mira a una
figura decorativa. La gente no puede convertirse, a la hora de actuar en la
crónica que uno está escribiendo, en un perro de porcelana. Gellhorn había
recibido una fuerte educación antirracista y si de algo se arrepintió en su
vida, fue de no haber intervenido, siendo adolescente, en el linchamiento de un
hombre negro por parte de miembros de una comunidad del sur, afines al Ku Klux
Klan, aunque le hubiera supuesto la vida o una sucesión de violaciones. Sabía
que la objetividad no existe y decidió no perder el tiempo especulando.
Los
niños que azotaron su sistema emotivo durante sus viajes a la depresión
americana, no podían esperar para recibir ayuda a un informe burocrático. Fue
entonces, con menos de veinticinco años, cuando descubrió que le atraían la
pobreza, los perdedores y el sufrimiento. Su voz tenía que ser una respuesta al
raquitismo, la anquilostomiasis, la anemia, la tuberculosis, la sífilis, la
pelagra, el hambre endémica apenas sofocada por una dieta de habas pintas y pan
de maíz, la poliomielitis, los andrajos, la suciedad, la tristeza de una gente
con el cerebro anquilosado por culpa de la desnutrición, perdidos, con una vida
que ejercían por la mera necesidad animal de seguir respirando. Tenía que
vigilar el estilo, eso sí, para que sus palabras no parecieran histéricas y sus
párrafos exagerados.
Más
tarde llegaría París, donde supo que debía ampliar el mundo, y la sociedad que
le mostró Bertrand, que detestó tanto como si se le diera la vuelta a las paredes
del estómago. Sus amores apasionados iban formando una cadena con eslabones como
la Gran Depresión o la Guerra Civil española, donde, estaba convencida, había
que detener al fascismo. Y para ello a la fuerza tenía que ser suficiente un
ilimitado aprovisionamiento de agallas. Esto puede parecer una idea ingenua,
pero la ingenuidad sostiene al mundo, lo mantiene cohesionado frente a tantos
hachazos de realidad, porque ya entonces decir realidad venía a ser algo
parecido a decir violencia.
Pero
también la inocencia puede irse a pique y del naufragio rescatar algo
imposible. Gellhorn comenzó a enamorarse de Hemingway el día en que le oyó
llorar en la habitación del hotel de Madrid, cuando era inevitable la rendición
republicana. Junto a él encontró algo de paz en Cuba. La relación se prolongó
durante años, hasta que Hemingway se divorció de su anterior esposa para
casarse con Gellhorn en diciembre de 1940. Mal asunto. Lo que hasta entonces
había sido una vida con buenos y malos momentos, pasó a ser una tortura.
Hemingway sudaba sobre los folios y salía a pescar, pero ella no quiso apartarse
del mundo y continuó con su oficio de reportera. Y el mundo estaba hirviendo.
Cuatro años más tarde, tras calificarla como “puta de guerra”, o algo así de
elegante, Hemingway la obligó a elegir y ella no dudó ni un solo momento.
Todavía no había llegado a comprender el mundo y necesitaba llenar ese espacio.
Su proyecto era ser una periodista honesta y al contrario que él, ella afirmaba
que jamás sería una buena escritora, porque el animal humano escapaba a su
comprensión.
Pero
debía seguir escribiendo, porque la gente de la calle, aquellos que vivían
entre lo que suponían Hemingway o Bertrand, con su olor a rancio y de otro
siglo, y los que sufrían las guerras, que era la actualidad arañando los hoyos
de la nariz, había demasiadas personas a las que quería llegar, gente a la que
ayudar a formarse una opinión y que la opinión les empujara en la única
dirección posible, la dirección en que se había convertido el proyecto de vida
de Gellhorn: combatir la injusticia. Ella ya era consciente de sus límites y de
sus habilidades. Sabía que debía valerse de su risa, porque debía valerse de la
persuasión. Y nada hay más subjetivo que la risa. Con la misma vehemencia con
que uno suelta una carcajada, expresó que en la guerra ser una persona normal
se convierte en extraordinario. Y así, armada con sus principios, viajó a
Finlandia para dar testimonio de los bombardeos rusos al principio de la
Segunda Guerra Mundial. Fue su primera experiencia en la línea de fuego y donde
descubrió que la propaganda con que se nos inunda a base de mensajes casi
telegráficos, en época de guerra, es una patraña, una mentira para tapar el desconsuelo
de los niños.
Maldice
a las clases dirigentes y suelta sus maldiciones a los cuatro vientos durante
su viaje a una China devastada, hecha cenizas. “La mayor desgracia del ser
humano es haber nacido en China”, expresa, concentrando la naturaleza del
paisaje después de la batalla en una mínima expresión. China fue otro de los
destinos a los que acudió durante la Segunda Guerra Mundial, en la que escribía
reportajes empuñando la máquina de escribir con las manos y el instinto de
conservación con los pulmones. Así es como se centraba en lo poco bueno y digno
que iba quedando. Pasó la mayor parte del tiempo junto a médicos y enfermeras,
donde la vida era frenética tanto en un barco de la Cruz Roja como en un
campamento de los Cárpatos. Fuera de sus escritos, afrontaba las estampas del
dolor en silencio, pensando que si esto es la realidad, la gente libre no puede
aprender a vivir sin sentir repugnancia. Como la que se le atoraba en la
garganta durante la guerra de Vietnam, confrontando la propaganda de ayuda al
pueblo con el genocidio, los dos bajo mando de los gobernantes americanos.
Vietnam fue, para Gellhorn, el epitafio perfecto del síndrome de la felicidad,
una guerra que dejó un reguero de huérfanos y un huérfano es, sin duda, un
herido de guerra crónico. Así lo afirmaba ella.
Presenció
el bodegón de muerte y destrucción que dejó a su paso la Guerra de los Seis
Días, a la que llegó demasiado tarde para ver volar las bombas, pero no para
dar cuenta de las consecuencias. De sus visitas a Centroamérica, de sus
diálogos con salvadoreños, hondureños o guatemaltecos, llega a comprender el
odio al gringo. Estados Unidos estaba apoyando dictadores y enviando asesinos.
“Los hombres de Washington parecen incapaces de aceptar que hay más gente pobre
que rica en el mundo”, denuncia, “ni de admitir que los pobres no pueden
soportar la pobreza eternamente”. Pero la política estadounidense, desde que se
sabe el todopoderoso líder mundial, siempre ha consistido en establecer lo que
es mejor para los otros sin saber nada de ellos. Los hombres de Washington
tienen un concepto ególatra de la democracia. Pero Martha Gellhorn sabía que la
democracia no era eso. Para ella consistía en: combatir en analfabetismo, la
libertad de desplazamiento, expresión y prensa, y disponer de una cantidad,
aunque fuera mínima, de tiempo libre suficiente como para arrinconar la
desesperada lucha por la vida. Tal vez esta sea una de las mejores definiciones
de democracia que se han expresado nunca.
Gellhorn
había conocido a Robert Capa, a Diego Rivera o a Eisenstein. Fue la primera
mujer en visitar el campo de concentración de Dachau. Había cubierto
conferencias económicas mundiales o el juicio de Nuremberg. Fue asesora de la primera
dama, de la mujer de Roosevelt. Visitó Polonia de incógnito, para conocer la
vida instalada desde hacía años tras el Telón de Acero. E incluso se comenta
que sufrió una violación en Mombasa. Se casó con el editor de la revista TIME,
del que se divorciaría nueve años más tarde. Todo eso antes de decidirse a
adoptar a un hijo en un orfanato de Italia, para pasar los últimos años de su
vida viviendo austeramente en Londres, recordando siempre a los desposeídos de
Carolina del Norte, los chicos y chicas que marcaron su destino. Mientras
tanto, Sandy, su hijo, pasaba largas temporadas al cargo de familiares, porque
fue incapaz de abandonar su oficio antes de cumplir los ochenta años.
Gellhorn,
que podía vivir con cincuenta centavos al día, eligió una forma de vida en
lugar de permitir que la vida eligiera el destino por ella. A pesar de todo,
los obituarios dieron cuenta de su muerte refiriéndose a Hemingway, con quien
tuvo un matrimonio efímero y odioso. Ni siquiera tuvieron el detalle de
mencionar que, aquejada por un cáncer de ovarios y de hígado, rozando los
noventa años, se suicidó con la misma elegancia con que lo había hecho
Cleopatra. A diferencia de la reina de Egipto, ella se había pasado las horas
defendiendo a la gente decente, creyendo que si algo salva a la humanidad son
los pequeños gestos que nos hacen dignos, aunque solo sea por un momento. Y
todo esto porque desde niña, en el Saint Louis de principios del siglo XX,
contra la marea social que era un mar a su alrededor, un ginecólogo y una
sufragista, sus padres, un complot muy significativo de los avances sociales que
empujaron la buena parte buena del siglo XX, la enseñaron a no discriminar a
nadie por su raza.
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