lunes, 11 de junio de 2018

GELLHORN


MARTHA GELLHORN
Entre el infierno y la risa

Que el título más representativo, al menos en lo que se refiere a literatura de viajes, de Martha Gellhorn (St. Louis, 1908 – Londres, 1998) sea Cinco viajes al infierno, o Five Travels from Hell, es una paradoja. Sobre todo si pensamos en que la preposición inglesa from se traduce, literalmente, como desde. Esos cinco viajes desde el infierno que selecciona hacia el final de su vida, que narra con mucha más memoria que cuaderno, no hacen referencia en ningún momento a la guerra. Aunque lo que esté presente sin descanso sea la supervivencia y, por supuesto, la metralleta con la que arremete contra lo que la invita a dejar de vivir, esa arma que se conoce como autoestima. En este libro, una incansable corresponsal de guerra, oficio que siguió practicando hasta cumplir más de siete décadas en canal desgastándola los huesos, se olvida por fin de su monomanía tan justificada, la defensa de los perdedores, para plantearse los destinos de viaje en función del ego propio como centro del universo. La memoria se convierte aquí en un revulsivo contra la desmoralización. Gelhorn era valiente y se pasó toda la vida en combate contra el aburrimiento, incluida la senectud en Inglaterra y el descanso en una casa de Gales, donde los gatos eran las formas que tomaban los espíritus libres que había amado y perdido a lo largo de su carrera. Austera hasta la médula, capaz de vivir con lo que le cabía en los bolsillos, confesaba que acumular y mejorar posesiones es una manera de perder la vida. Cualquier posesión es una trampa cavada en el suelo, un grillete: “Tengo las cosas que necesito y no codicio ni colecciono por voluntad propia”, afirmaba. “No desear es lo mismo que tener”, dictó Séneca, y el aforismo rasgaba el sistema nervioso de Gellhorn en cuanto veía una barra de labios en el bolsillo.
Sobre ese enunciado escribió este libro, en el que Gellhorn nos sorprende con el relato de los cinco viajes más desastrosos que ha protagonizado en su vida, una pequeña colección que refleja su única y efímera codicia: la de tener un billete de avión en el bolsillo. Tras tantos años como periodista en los rincones más maltratados del planeta, centrando su prosa en rincones oscuros y en ocasiones llenos de moscas comiéndose la sangre de los cadáveres, Gellhorn encuentra cinco lugares en los que resulta increíble que alguien viva. ¿Cómo lo hace esa gente y, sobre todo, por qué viven allí? Escrito con una dosis exacta de sarcasmo, un acto humano que resulta incomprensible para ella, lo que configura el infierno son las condiciones higiénicas, el olor de las letrinas y los lavabos, los colchones con chinches y la basura en las calles. “Tal vez me he vuelto lo bastante sabia para saber cuándo retirarme”, confiesa tras tantas visitas a tantos lugares. Ya ha perdido el interés por lo novedoso y quizás por la nueva gente, y percibe en exceso la epidermis del planeta. Es posible que no sea la sabiduría, pero sí los demasiados paisajes –“no me gusta ningún lugar de forma permanente”, dice– los que la llevan a pensar en dedicar los últimos tiempos de su vida a un viaje más interior. Por eso este libro está escrito con recuerdos, de ahí que resulte tan alejado del clásico cuaderno de campo.
“El único aspecto de nuestros viajes que tiene público garantizado es el desastre”, confiesa Gellhorn, antes de regresar a una China en la que interviene tanto una extraña compasión por los humildes como un rechazo estético. En el recuerdo se combina la pena y la suficiencia, productos del choque cultural. Gellhorn colecciona extrañas imágenes en la retina y reconoce sus prejuicios, sin complejos. El hecho de haber regresado de un viaje por el Caribe en el que toda la magia estaba en los nombres de los lugares, la llevará a lamentar el mundo que se fue sin haber terminado de entenderlo. Cruza África de costa a costa, interesándose por los vividores y exiliados de Occidente, identificándose con unos africanos que la sacan de quicio y sintiéndose aislada. Califica Moscú como la ciudad de la depresión, y describe con mucho desaliento su paso por la entonces capital soviética durante el reinado de Stalin. Y a lo largo de tantos kilómetros, demuestra que es incapaz de comprender las reacciones humanas y que dicha perplejidad la desalienta.
Gellhorn se pasó la vida viajando para aprender algo de la vida a través de las costumbres locales. Y también huyendo de su paisaje natal y de cualquier lastre, pues para ella construir una casa para fundar un hogar permanente es mucho peor que el viaje más horrible. Entre otras razones, porque de los viajes horribles ha regresado y eso la permite trazarlos en su memoria con ternura, cuando ya afincada en un Londres alejado de su hogar natal, se dedicaba a lo mejor que puede uno entregarse, que es a recibir a los amigos. Si uno no puede viajar por su cuenta, debe dejar que los viajes entren en su casa. Convirtió una casa en un terreno donde acudía la gente a dar testimonio del exterior. Su postura respecto a los conflictos armados de los que dio cuenta sirvió para conseguir ese sello casi apetecible, por todo lo que significa de éxito en sus denuncias, según el cual no se le permitía pisar una buena parte del territorio mundial. Gellhorn estuvo en la guerra por entero, eludiendo la irresponsabilidad de creer que la primera línea de batalla era algo ajeno y que uno podía informar a través de los boletines de los mandos militares.
Durante el desembarco de Normandía, Gellhorn se disfrazó de enfermera, oculta en los baños del buque que la transportaba, y saltó a las playas agarrando una camilla de primeros auxilios en lugar de quedarse a salvo en el barco, esgrimiendo una máquina de escribir. Apenas hubo algún otro testigo civil aquel 6 de junio de 1944, en el que docenas de miles de cadáveres quedaron embarrados entre la arena y el agua salada de la playa de Omaha. Mientras otros periodistas eran transportados a zonas de desembarco bajo estricta vigilancia, ella no podía dejar de ser fiel a una de sus principales cualidades: la vehemencia. Gellhorn se rebelaba contra la injusticia hasta sentir un infierno en sus entrañas. Tal vez ese sea el origen de la preposición from en su libro de viajes: ella viajaba desde las tripas, que le ardían como si estuvieran asándose en el infierno. Ese fuego la permitió sobrevivir ayudando en el campo, oficiando como auténtica enfermera. Ya daría testimonio más adelante. Su texto llegaría con un día de retraso y con la veracidad que no poseen los que viven la guerra como si la sufrieran seres animados con cuerpos humanos, y la protagonizaran los errores de los altos mandos jugando al ajedrez sobre el mapa de Europa.
Gellhorn fue arrestada y transportada junto a los heridos a un campo de instrucción de enfermeras en medio de la campiña inglesa, un lugar donde el tiempo se detuvo gracias a los cuadros de Constable. Aun así, y pese al descanso que debía suponer para ella, escapó y convenció a un piloto para que la transportara hasta Italia. No tenía dinero ni el carné de periodista, para sobornar o convencer al piloto. Pero Gellhorn poseía dos cualidades, a una de ellas muy pocos hombres pueden resistirse y se llama belleza. La otra es privativa de las personas con personalidad versátil y demoledora, atractiva y envidiable, y se conoce como la risa. Ya lo rezó Pablo Neruda en uno de sus mejores poemas: “niégame el pan, el aire, / la luz, la primavera, / pero tu risa nunca / porque me moriría”. Sentir que al faltar la risa de Martha Gellhorn uno podía morirse, es una emoción que embriagó a un anciano H.G. Wells, que fue su colega, maestro y pretendiente, y a un aristócrata francés de nombre Bertrand, con el bronceado de un cenicero de cobre, estilo Cinzano, y que fue su pareja juvenil, su primera relación de largo aliento. De la relación con este muchachito salió harta de críos que necesitan al lado una niñera y odió a la sociedad porque creía que estaba estratificada así: por un lado, los niños que sufren, los que te despellejan, como los que descubrió en su primer viaje por las zonas más atrasadas de Estados Unidos, y por otro la aristocracia o como quiera llamarse a ese grupo de gente que pretende linaje de sangre o un linaje comprado en esas subastas donde la decadencia vendía sus títulos.
Hemingway fue diferente. Gellhorn se acostó con él por primera vez en Madrid, mientras los morteros y la aviación bombardeaban a los republicanos que resistían a base de sopas de ajo, cuatro balas y mucho coraje. Esa noche puso por su parte más admiración literaria que sensualidad o cariño. Hemingway la había impresionado al darse cuenta de que era cierto eso que se comentaba sobre él, eso de que cuando entraba en una habitación la dejaba sin aire. Era orgulloso y mezquino, al menos lo bastante como para atreverse a publicar algunas novelas muy malas y vender los derechos a algún productor de Hollywood por una cantidad astronómica. Hizo de sus escasos recursos literarios todo un estilo, recurriendo a lo que él llamaba exactitud, una marca que intentó heredar Gellhorn. De hecho, los reportajes de Gellhorn superan en calidad a los de Hemingway con cierta holgura, excepto en la mejor obra del premio Nobel: Verdes colinas de África. Gellhorn se había dado cuenta de que debía mostrarse segura al escribir, y que para ello debía valerse de palabras sencilla y frases directas. Pero también de su falta de objetividad. El mundo es horrible si intentas mirarlo como se mira a una figura decorativa. La gente no puede convertirse, a la hora de actuar en la crónica que uno está escribiendo, en un perro de porcelana. Gellhorn había recibido una fuerte educación antirracista y si de algo se arrepintió en su vida, fue de no haber intervenido, siendo adolescente, en el linchamiento de un hombre negro por parte de miembros de una comunidad del sur, afines al Ku Klux Klan, aunque le hubiera supuesto la vida o una sucesión de violaciones. Sabía que la objetividad no existe y decidió no perder el tiempo especulando.
Los niños que azotaron su sistema emotivo durante sus viajes a la depresión americana, no podían esperar para recibir ayuda a un informe burocrático. Fue entonces, con menos de veinticinco años, cuando descubrió que le atraían la pobreza, los perdedores y el sufrimiento. Su voz tenía que ser una respuesta al raquitismo, la anquilostomiasis, la anemia, la tuberculosis, la sífilis, la pelagra, el hambre endémica apenas sofocada por una dieta de habas pintas y pan de maíz, la poliomielitis, los andrajos, la suciedad, la tristeza de una gente con el cerebro anquilosado por culpa de la desnutrición, perdidos, con una vida que ejercían por la mera necesidad animal de seguir respirando. Tenía que vigilar el estilo, eso sí, para que sus palabras no parecieran histéricas y sus párrafos exagerados.
Más tarde llegaría París, donde supo que debía ampliar el mundo, y la sociedad que le mostró Bertrand, que detestó tanto como si se le diera la vuelta a las paredes del estómago. Sus amores apasionados iban formando una cadena con eslabones como la Gran Depresión o la Guerra Civil española, donde, estaba convencida, había que detener al fascismo. Y para ello a la fuerza tenía que ser suficiente un ilimitado aprovisionamiento de agallas. Esto puede parecer una idea ingenua, pero la ingenuidad sostiene al mundo, lo mantiene cohesionado frente a tantos hachazos de realidad, porque ya entonces decir realidad venía a ser algo parecido a decir violencia.
Pero también la inocencia puede irse a pique y del naufragio rescatar algo imposible. Gellhorn comenzó a enamorarse de Hemingway el día en que le oyó llorar en la habitación del hotel de Madrid, cuando era inevitable la rendición republicana. Junto a él encontró algo de paz en Cuba. La relación se prolongó durante años, hasta que Hemingway se divorció de su anterior esposa para casarse con Gellhorn en diciembre de 1940. Mal asunto. Lo que hasta entonces había sido una vida con buenos y malos momentos, pasó a ser una tortura. Hemingway sudaba sobre los folios y salía a pescar, pero ella no quiso apartarse del mundo y continuó con su oficio de reportera. Y el mundo estaba hirviendo. Cuatro años más tarde, tras calificarla como “puta de guerra”, o algo así de elegante, Hemingway la obligó a elegir y ella no dudó ni un solo momento. Todavía no había llegado a comprender el mundo y necesitaba llenar ese espacio. Su proyecto era ser una periodista honesta y al contrario que él, ella afirmaba que jamás sería una buena escritora, porque el animal humano escapaba a su comprensión.
Pero debía seguir escribiendo, porque la gente de la calle, aquellos que vivían entre lo que suponían Hemingway o Bertrand, con su olor a rancio y de otro siglo, y los que sufrían las guerras, que era la actualidad arañando los hoyos de la nariz, había demasiadas personas a las que quería llegar, gente a la que ayudar a formarse una opinión y que la opinión les empujara en la única dirección posible, la dirección en que se había convertido el proyecto de vida de Gellhorn: combatir la injusticia. Ella ya era consciente de sus límites y de sus habilidades. Sabía que debía valerse de su risa, porque debía valerse de la persuasión. Y nada hay más subjetivo que la risa. Con la misma vehemencia con que uno suelta una carcajada, expresó que en la guerra ser una persona normal se convierte en extraordinario. Y así, armada con sus principios, viajó a Finlandia para dar testimonio de los bombardeos rusos al principio de la Segunda Guerra Mundial. Fue su primera experiencia en la línea de fuego y donde descubrió que la propaganda con que se nos inunda a base de mensajes casi telegráficos, en época de guerra, es una patraña, una mentira para tapar el desconsuelo de los niños.
Maldice a las clases dirigentes y suelta sus maldiciones a los cuatro vientos durante su viaje a una China devastada, hecha cenizas. “La mayor desgracia del ser humano es haber nacido en China”, expresa, concentrando la naturaleza del paisaje después de la batalla en una mínima expresión. China fue otro de los destinos a los que acudió durante la Segunda Guerra Mundial, en la que escribía reportajes empuñando la máquina de escribir con las manos y el instinto de conservación con los pulmones. Así es como se centraba en lo poco bueno y digno que iba quedando. Pasó la mayor parte del tiempo junto a médicos y enfermeras, donde la vida era frenética tanto en un barco de la Cruz Roja como en un campamento de los Cárpatos. Fuera de sus escritos, afrontaba las estampas del dolor en silencio, pensando que si esto es la realidad, la gente libre no puede aprender a vivir sin sentir repugnancia. Como la que se le atoraba en la garganta durante la guerra de Vietnam, confrontando la propaganda de ayuda al pueblo con el genocidio, los dos bajo mando de los gobernantes americanos. Vietnam fue, para Gellhorn, el epitafio perfecto del síndrome de la felicidad, una guerra que dejó un reguero de huérfanos y un huérfano es, sin duda, un herido de guerra crónico. Así lo afirmaba ella.
Presenció el bodegón de muerte y destrucción que dejó a su paso la Guerra de los Seis Días, a la que llegó demasiado tarde para ver volar las bombas, pero no para dar cuenta de las consecuencias. De sus visitas a Centroamérica, de sus diálogos con salvadoreños, hondureños o guatemaltecos, llega a comprender el odio al gringo. Estados Unidos estaba apoyando dictadores y enviando asesinos. “Los hombres de Washington parecen incapaces de aceptar que hay más gente pobre que rica en el mundo”, denuncia, “ni de admitir que los pobres no pueden soportar la pobreza eternamente”. Pero la política estadounidense, desde que se sabe el todopoderoso líder mundial, siempre ha consistido en establecer lo que es mejor para los otros sin saber nada de ellos. Los hombres de Washington tienen un concepto ególatra de la democracia. Pero Martha Gellhorn sabía que la democracia no era eso. Para ella consistía en: combatir en analfabetismo, la libertad de desplazamiento, expresión y prensa, y disponer de una cantidad, aunque fuera mínima, de tiempo libre suficiente como para arrinconar la desesperada lucha por la vida. Tal vez esta sea una de las mejores definiciones de democracia que se han expresado nunca.
Gellhorn había conocido a Robert Capa, a Diego Rivera o a Eisenstein. Fue la primera mujer en visitar el campo de concentración de Dachau. Había cubierto conferencias económicas mundiales o el juicio de Nuremberg. Fue asesora de la primera dama, de la mujer de Roosevelt. Visitó Polonia de incógnito, para conocer la vida instalada desde hacía años tras el Telón de Acero. E incluso se comenta que sufrió una violación en Mombasa. Se casó con el editor de la revista TIME, del que se divorciaría nueve años más tarde. Todo eso antes de decidirse a adoptar a un hijo en un orfanato de Italia, para pasar los últimos años de su vida viviendo austeramente en Londres, recordando siempre a los desposeídos de Carolina del Norte, los chicos y chicas que marcaron su destino. Mientras tanto, Sandy, su hijo, pasaba largas temporadas al cargo de familiares, porque fue incapaz de abandonar su oficio antes de cumplir los ochenta años.
Gellhorn, que podía vivir con cincuenta centavos al día, eligió una forma de vida en lugar de permitir que la vida eligiera el destino por ella. A pesar de todo, los obituarios dieron cuenta de su muerte refiriéndose a Hemingway, con quien tuvo un matrimonio efímero y odioso. Ni siquiera tuvieron el detalle de mencionar que, aquejada por un cáncer de ovarios y de hígado, rozando los noventa años, se suicidó con la misma elegancia con que lo había hecho Cleopatra. A diferencia de la reina de Egipto, ella se había pasado las horas defendiendo a la gente decente, creyendo que si algo salva a la humanidad son los pequeños gestos que nos hacen dignos, aunque solo sea por un momento. Y todo esto porque desde niña, en el Saint Louis de principios del siglo XX, contra la marea social que era un mar a su alrededor, un ginecólogo y una sufragista, sus padres, un complot muy significativo de los avances sociales que empujaron la buena parte buena del siglo XX, la enseñaron a no discriminar a nadie por su raza.

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