Hayashi Fumiko
Vagabunda en el Japón de posguerra
Cuando
uno ha visto la película Nanking,
Nanking. Ciudad de vida y muerte, del director chino Lu Chuan, estrenada el
año 2009, la impresión sobrevive casi una década después. Ninguna otra película
partirá al espectador con el mismo brío, con el mismo descaro. No existe una
mayor representación de la crueldad masiva ni una emoción más potente y, por lo
tanto, uno se atrevería a afirmar que a su lado, cualquier otra película es una
menudencia. Tal vez sea la última obra maestra que ha dado el séptimo arte.
Para quien no la haya visto, le desvelaremos algo de una secuencia. La ciudad
de Nanking ha sido arrasada por el ejército japonés y un soldado nipón nos
acompaña a la hora de presenciar las secuelas. Una de ellas afecta directamente
a las mujeres. Hambrientos de sexo, los soldados japoneses exigen que se les
entregue a las mujeres refugiadas en la iglesia católica, todavía algo
protegidas por embajadores y sacerdotes extranjeros. El pacto final consiste en
ofrendar a unas pocas. Se reúnen y ante la perspectiva de la matanza o el
sacrificio, unas pocas se ofrecen voluntarias. Apenas se ve nada en los planos posteriores:
unos soldados borrachos riéndose y un plano corto de una mujer con la mirada
vacía, la cabeza vuelta hacia un lado, y el sonido fuerte de una respiración
fuerte. A continuación, vemos cómo los cadáveres desnudos son arrojados, como
si se tratara de leña, a un carro que los transportara, sobre el barro, hasta
una fosa común. Filmada en blanco y negro, la elipsis, incluida la de los
colores, hace de la secuencia un tormento, a no ser que es espectador sea un
psicópata.
Hayashi
Fumiko (1903 – 1951) fue la primera mujer en entrar en Nanking para,
supuestamente, dar testimonio de prensa. Uno está al acecho de leer un
testimonio valiente, una denuncia, pero su crónica es una loa a la victoria
japonesa, al emperador y contra los malvados chinos. Fumiko era japonesa, pero
no fue su nacionalidad ni su educación lo que la empujaron a ser tan
inconsciente de forma tácita, por iniciativa propia. Fue el hambre. Fumiko
afirmaba que en cuanto cumpliera cincuenta años, revisaría todos sus escritos
autobiográficos y narraría su vida de otra manera, como el que ya ha encontrado
un consuelo. Murió a los cuarenta y ocho de una insuficiencia cardiaca. Entre
su producción literaria nos dejó algún poemario, unas cuantas crónicas de
viaje, pocas novelas y un diario, o algo parecido a un diario, porque el
título, Diario de una vagabunda, es
engañoso. El libro es otra obra maestra de lo cruel que puede llegar a ser la
vida y la incompetencia que tenemos para entender las razones. No sabemos por
qué nos elige para sufrir y apenas da cuenta de que, siendo niña, la única
forma de combatir a esa conciencia de niña sucia que come lodo, es tener
fantasías limpias. Aunque recordarlas suponga invocar de nuevo a la tristeza.
Diario
de una vagabunda es un testimonio de supervivencia en un país, y sobre todo en
su capital, Tokyo, tras las derrotas en las guerras. El libro apenas habla de
los demás como satélites que orbitan alrededor de la autora, pero satélites
necesarios. Se trata de una búsqueda incesante de paz, un Bildugsroman que comienza mucho antes de tiempo, con una separación
de la madre propia de los cuentos de hadas. Pero lo que en los cuentos de hadas
es una representación, una transferencia de la separación, aquí es real. Tanto
que Fumiko está constantemente hablando de lo que siente, no de lo que piensa,
porque ella es algo así como un recipiente que no cesa de vaciarse y debe
buscar cómo rellenar de nuevo. Si para un budista que practica la meditación
solo existe el presente, porque se puede permitir el lujo de elegir, para ella
solo existe el presente, porque tiene que encontrar cómo llevarse algo a la
boca. A la suya y a la de su madre, alejada, que representa la patria, las
raíces. Fumiko jamás superó eso que hoy se conoce como el síndrome de Ulises,
el del emigrante. Siempre creyó estar sola y eso da pie a escribir con una
subjetividad sin grilletes.
A
lo largo de los años, de salto en salto, nos habla de su crecimiento, de su
paso a mujer y a amante, incluso de su inclusión, también como amante, en
círculos artísticos y literarios. En realidad, eso no importa. Se impone el
tono sombrío que da unidad a la obra, que da unidad a su vida. Tan sombrío como
para corresponder al periódico que la envía a Nanking redactando una crónica de
lugares comunes sobre el ejército de un emperador hijo del mismísimo sol.
Incluso cuando parecía que la suerte laboral se enderezaba, Fumiko seguía
pasando hambre. Sus alarmas estaban siempre tan erizadas, que apenas permitía a
los demás acercarse y alejarse sin que sepamos cómo. Jamás narra cómo entran y
salen los demás en su vida, a pesar de que el diario está reescrito para una
edición posterior, en la que se unificaron los tres cuadernos que fue
publicando. La sensación que transmite es que entabla relaciones humanas
pensando ya en cómo salir de ellas. Posiblemente debido a que sabe, porque lo
ha vivido en la carne y en la sangre de la que estaba hecha esta pequeña mujer,
que la gente miente. También ese desengaño le dio carta de naturaleza para
mentir en sus crónicas. Con ese estigma, será imposible encontrar su lugar en
el mundo.
Escribe
poesía contra el vacío o para explicar el vacío, no sabemos muy bien. Al fin y
al cabo, se trata de una erudita autodidacta, una mujer que ejerce la
mendicidad en compañía de Chéjov o de Schnitzler, una lectora ávida, apasionada
por el estudio que, sorprendentemente, escribe un libro memorable sobre todo lo
que es la condición humana fuera del intelecto. Hay muchas formas de ejercer
una transferencia buscando la cura que Freud creyó hallar en el psicoanálisis. Una
de ellas es la confesión escrita. Es algo que uno ejerce en soledad,
figurándose que no hace falta psicoterapeuta, pero que necesita que alguien lo
sepa, como si cualquier lector pudiera sanarla. La sanación, o el poco de
sanación que consigue, es gracias a sus expresiones, a ser capaz de
formularlas, no a nuestra lectura.
Fumiko
no poseía ni siquiera una foto de infancia, pasó varios días de juventud sin
comer y para distraer el hambre intentó algo parecido al suicidio. La expresión
es de ella, porque sabe que existen dos tipos de suicidas: los reales y
aquellos que lo que quieren es dormir un rato y despertar en un mundo mejor.
Ese es su caso. Dicho de otra manera: no se rinde y sigue confiando en que los
lectores la escriban cartas bonitas y su madre se encuentre bien. La felicidad
quedará reducida a eso. Ni siquiera, afirma, quiere ser amada. Pero todos
sabemos que una expresión así solo puede salir desde el miedo. Y este pudo
tener su origen en el día en que abandonó el hogar de su padre cuando metió en
casa a una geisha, estando ella y su madre delante. Luego recuerda haber vivido
en poblaciones que se parecían a trenes de carga, pasarse horas en sitios a los
que la gente acudía para emborracharse, donde las mujeres tenían mirada
enfermiza. Pero “sobre las esteras de paja, los niños jugaban desnudos como
cebollas peladas, encaramándose unos sobre otros”. Existía la felicidad de la
niñez, que se le negó a ella, pues se veía obligada a ser una mera espectadora
de la de los demás.
Fumiko
aseguraba que solo en el retrete sentía que su cuerpo era suyo. Crece y
comienza a leer libros. Quiere estar más cerca de Chejov que de las prostitutas
de Kioto. Se da cuenta de que ella no es como los demás: “¿Acaso este maestro
no sabe que aun los tréboles que comen los caballos dan unas hermosas flores
blancas?”. Lo que para los demás es forraje, para ella es belleza. Ha sido
capaz de darle la vuelta al refrán que dicta que no hay rosa sin espinas. Sabe
que estamos en el abismo, a punto de caer, pero también en el umbral de la luz
y la esperanza. ¿O puede que al invertir los términos encontremos a la
verdadera Fumiko?
“En
el foso del palacio centellean las luces del Teatro Imperial. Me imaginaba los
raíles por los que iba corriendo el tren. Todo, absolutamente todo, está
quieto. ¿Habrá paz en el mundo?”
La
cita es sencilla, como los cuentos de Chejov. Pero resulta que lo complicado es
ver las cosas de forma sencilla: un teatro que es la fiesta, un tren que es el
viaje, y todo está quieto. La interrogación es una expresión que significa lo
que la abruma pensar en lo inmenso que es todo lo que está más allá de su
cuerpo. No es capaz de concebir que exista una medida para el mundo. Se implica
un poco en los movimientos de izquierda del momento, presididos por
intelectuales (otra vez la palabra maldita), inquieta, a la caza de alguna
pista que la ayude a superar esa sensación de ser hormiga. La decepción es
enorme.
Fumiko
habla de cómo vive, en la sencillez extrema: dos tatamis, unas ollas de barro,
unos tazones, un recipiente de cartón para el arroz, una canasta con tapadera y
un escritorio, cosas que perseveran “como si fuesen las deudas de toda mi
vida”. Y habla de una habitación iluminada diagonalmente por el sol matutino,
que brilla a través de un tragaluz, de ese tipo de tragaluces con listones que
dejan pasar líneas de brillo en la que flota el polvo. Pero luego se pregunta,
sin ambages: “¿Qué es la revolución? ¿Por dónde soplan los vientos? Ellos conocen
bastantes palabras refinadas. ¿Será que los intelectuales japoneses y los
socialistas japoneses imaginan cuentos de hadas?”. Hasta ahí lleva su
decepción: renegar de la utopía, eso que sirve para caminar sin alcanzar nunca
el horizonte. Hubo demasiado realismo en su día a día, trabajando de esto y de
lo otro, apresurada, inclinada y sin sentarse ni cuando vende en la calle ni
cuando cose banderines para el Ejército de Salvación. Y mucho menos cuando
explota su cuerpo en un cabaré, donde se arruinan las mujeres hasta parecer
estropajos. “No es necesario pensar en nada”, concluye a una edad en la que los
adolescentes tardíos están de vuelta sin haber ido a ninguna parte. “Todos
hablamos mucho”, sostiene, para compensar, porque habiéndose codeado con gente
que maneja dinero, ella sigue siendo parte del ejército de los pobres y
sostiene esa conciencia con dignidad: “Cuando somos pobres, nos abrimos
mutuamente y nos convertimos en uno solo, más allá de la amistad”.
“Todas
somos solitarios cuclillos de montaña”. La expresión, triste, se refiere a las
vagabundas que peregrinan de trabajo en trabajo, que pasan hambre y se duelen
de las heridas, en las calles de Tokio. Pero ella tenía que sembrar esa
definición de lirismo. Ya ha decidido que esa será su religión, que hablará con
ojos húmedos a un dios, pero que ese dios será la luna indiferente que se ve
fuera de la deforme ventana. Vivir así es tedioso y se plantea la prostitución
como alternativa, cuando consigue publicar sus primeros artículos y sus
primeros versos. A pesar de todo ello, ¡maldita sea!, uno echa de menos el
arrojo suficiente como para denunciar los abusos en Nanking.
A
los diecinueve años, Fumiko ya había escrito sus primeras líneas. Su prometido
la arrojó a los pies de los caballos echándola de casa, por culpa de la
diferencia de clase. Fue amante del actor Tanabe Wakao, un hombre casado,
mantuvo relaciones con el enfermo poeta dadaísta Nomura Yoshiya y casi con un
vecino anónimo, feo, quizás el único hombre que le trajo algo de paz a cambio
de nada. Hasta que se casó con el artista Tezuka Masaharu, con quien
intercambió caricias y a quien engañó varias veces manteniendo simulacros de
amor con otros hombres. Tras el éxito de su Diario
de una vagabunda, viajó a Europa y pasó hambre en París durante dos meses.
Después de Nanking cubrió otros frentes de batalla de la Segunda Guerra
Mundial, como Indonesia, Singapur, Java o Borneo. Pero siempre guardará
predilección por Dalat, la población de las montañas del norte de Vietnam,
donde encontró algo de reposo. Su novela más famosa, Nubes flotantes, es un
recorrido del sosiego a la mala muerte a medida que Dalat va quedando más lejos
en la memoria de la pareja protagonista. Lejos de Dalat lo que vive no pertenece
a la naturaleza. Será extranjera en la ciudad y apurará cada alegoría del mundo
natural que permite la literatura japonesa para reflejar en qué consiste la
felicidad. No hay libertad sin ese toque de alegría que producen los paisajes y
los pájaros, el sol y el agua. La vida que hemos construido en las ciudades fue
un vacío del que no supo salir, pero que nos dejó uno de los testimonios más
relevantes de las consecuencias de las grandes guerras. Diario de una vagabunda trata sobre la mutilación, sobre las heridas
de guerra perpetuas. Su lectura nos remite a la actualidad, a esos fenómenos
que llamamos crisis, pero cuyo resultado es idéntico al de la guerra. Hoy hay
miles de vagabundos, en el mismo sentido en que Fumiko fue la vagabunda
fragmentada que ella se representa con una potencia descomunal en un libro
clave de la literatura del siglo XX, repartidos por los callejones del planeta.
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