miércoles, 6 de junio de 2018

SCHWARZENBACH

La belleza del fracaso

Considerada un ángel desolado, la vida de Annemarie Schwarzenbachrefleja el triunfo del fracaso. Reconocida por la calidad de su literatura y sus crónicas americanas, sufrió demasiadas tiranías a lo largo de la vida, sobre todo la de la morfina y la de cualquier módulo de amor.


Hablar de algo que no sea el alma es volverle la espalda al universo. Sobre esa conciencia se cimienta la literatura de Annemarie Schwarzenbach (Zurich, 1908 – Sils, Engandina, 1942), pero sobre todo su obra literaria más intensa, que fue su corta vida: poco más de treinta años sobre el mundo, en los que le salían párrafos de tristeza y engendros propios de alguien que padece un cóctel de complejos, demasiado desolado como para que uno no pueda sino sentir tristeza al recordarla. Quiso ser espiritual sin religión en un mundo en que las religiones se han adueñado de la conciencia. Tal vez llegara a ser algo feliz en el desierto, escenario simbólico de la soledad; alguien que, sin embargo, no soporta sentirse sola. “He matado lo que amaba”, es una expresión que salió de su boca en cierta ocasión, cuando se encontraba justo en el paisaje contrario al del desierto, en Manhattan, y que nos recuerda a un famoso verso de Oscar Wilde: “Todo hombre mata aquello que ama”. El verso pertenece a La balada de la cárcel de Reading y alude a la frecuencia con que provocamos lo que más tememos. En el caso de Annemarie, la soledad. “No somos lo bastante valientes como para soportar la soledad”, escribe, increpando a los esclavos de la prudencia.
Es imposible que un ser sensible conserve el apego a la vida cuando vive con tanto miedo. Huyó por los cinco continentes y falleció en un accidente de bicicleta, cuando conducía por los senderos suizos y al trabarse la rueda delantera y caer, golpeándose contra una piedra. Por fin se termina la constante maldición del arrepentimiento, esa que le lleva a llorar y beber lágrimas en el desierto. Por fin se termina la maldición de tener que renacer una y otra vez, la maldición de la falta de auxilio social, de un amor que la sujete a las raíces del mundo.
Antes había escrito sobre la luz, el cielo inmensamente alto, las estrellas o la ausencia de estrellas, el silencio de las campanas –es decir, de todo lo que reflejaba en su memoria oírlas tañer– y el aroma del incienso. Annemarie escribía con todos los sentidos. En su breve libro de viajes, El valle feliz, despliega la nostalgia como bandera al viento y se pregunta si el dolor sirve para algo. Se halla en Persia, trabajando en una excavación arqueológica, y los sentidos saltan a la palestra rápidamente, bien como memoria, bien como premoniciones. “Uno debería elegir sus enemigos igual que sus objetivos: de acuerdo con las fuerzas de que dispone”, reflexiona. Vive y escribe contra la vida y la literatura. Ángel desolado, la expresión con la que la describió Thomas Mann, es un eufemismo. Su alma es demasiado anárquica como para reducirla a un solo adjetivo. Inconsolable fue el que eligió Roger Martin du Gard en la dedicatoria cuando le regaló uno de sus libros.
Annemarie Schwarzenbach
Annemarie siempre rechazó lo que representa la ley y el orden. Sobre todo, el orden. Y elige su antónimo: la belleza. En El valle feliz, se pregunta por qué fue más feliz allí que en ningún otro lugar que hubiera pisado. Aunque la felicidad es un sentimiento que se desfigura enseguida, en cuanto uno mira hacia su interior. En este caso, incrementado por un síndrome de origen familiar y sin diagnóstico. Leyendo sus biografías, uno puede pensar que se trata del síndrome del mediano, ese que a uno no le permite ni siquiera considerar que destaca por ser el más feo y que provoca, sí o sí, una considerable falta de autoestima. Para salvarse, a los medianos no les queda más remedio que venerar el sufrimiento como fuente de energía. Y esa creatividad la deben llevar a escondidas, si han nacido en una sociedad en la que solo está permitido el mostrar un sentimiento: el enfado. Como el de su madre, su amor contrariado, su desamor, que es algo más dañino que el odio, el de una madre que lamenta no haber tenido un varón y desde pequeña la viste como un paje, a ella, a una cría que tiene la piel marcada a fuego, tras jugar con su prima a resistir el mayor tiempo posible con una bola en llamas en la palma de la mano.
De ahí a dedicar su tiempo libre en Persia a las apuestas de mayor riesgo, había el único paso de superar la edad de la inocencia. Llegó a Asia habiendo adoptado el paraíso artificial de la morfina como el tejado de una casa construida sobre la literatura. Vestida con la elegancia de un hombre que hubiera sido de una belleza muy andrógina, frecuentaba turbios locales de prostitutas. Bebía y se emborrachaba de memoria recordando al amor loco e imposible de su vida, Erika Mann, la hija de Thomas Mann, con quien compartió tiempo y ligerezas, acompañadas del hermano gemelo de Erika, Klaus. Se trató de una suerte de folie-a-trois, un diagnóstico psicológico que todavía no está en los manuales psiquiátricos.
Su obra maestra, Muerte en Persia, fue un libro que, como los cuadros de Vermeer, siempre estuvo en construcción y siempre en un formato pequeño. Posiblemente sea su texto más desgarrado. Comparte con libros como Con esta lluvia o Todos los caminos están abiertos, el límite oriental entre lo bello y lo extraño, el desencanto y la atracción por el otro, el destino al que huyen los refugiados de lo siniestro. Se le achaca un cierto tono a lo Hemingway, para evitar el exceso de sensibilidad y melancolía. Aunque en realidad lo que comparte con el escritor americano es esa idea de que uno se engancha a los lugares porque se siente joven allí donde recala. Junto a ella, compartían ese destino los arqueólogos, los científicos, los refugiados, los religiosos, los militares, los ingenieros, los patriotas, los antipatriotas, los hambrientos o los periodistas. Si hay una emoción que no podía superar ni siquiera con las dosis de morfina, fue la necesidad del movimiento. Así es como escribía, una actividad que, pura paradoja, se ejerce de manera sedentaria.
PersiaTodos los caminos están abiertos, por su parte, es fruto de su última incursión en Asia, en compañía de Ella Maillart. Mientras ésta relata el viaje en El camino cruel de una forma bastante ortodoxa, Annemarie opta por textos breves, ocasionales, vulnerables. Son obra de alguien que sabe que tanto en el viaje como en la escritura quiere encontrar la belleza de hablar con uno mismo. Maillart luchó contra la adición de Annemarie, el vicio de ponerse muy ciega y su talento feroz para la tristeza. Pero sin ese impulso, Annemarie no daría la espalda a lo grandioso para prestar atención al paria. Años atrás, en un viaje a Rusia, junto a su padre, apenas superada la adolescencia, supo junto a quién debía estar su realidad y su deseo. Desde entonces, lucha para que el perdedor tenga voz y para que no nos refugiemos en llamar destino a la construcción social. Donde un turista vería una estampa de viaje, ella percibe mucha humanidad. La intuición del fracaso está servida, pero no la de quebrarse en la lucha. Es cierto que huye hacia la claustrofobia, porque sabe que se interna por un pasillo que no tiene salida, porque sabe que ella no está caminando, sino poniéndose en camino una y otra vez.
Y para volver a ponerse en camino, es necesario renacer. Y para renacer, hay que morir primero. Annemarie se intentó quitar la vida en varias ocasiones, posiblemente pensando que, si no podía conseguir lo que anhelaba, entonces su presencia era un estorbo en las vidas de los demás. Pero ni siquiera suicidándose uno desea morir de cualquier manera. Annemarie eligió los barbitúricos o cortarse las venas. Ambas son formas de suicidio prolongado, a largo plazo, como si uno esperara que antes de que le deje de latir el corazón, suceda el bien que tornará las lanzas en bosque. Los barbitúricos son la forma suicida de los románticos. Cortarse las venas la del amor gótico.
En el hotel Bedford, de Nueva York, situado en la calle Cuarenta, entre Lexington y Park Avenue, se corta las venas por segunda vez en su vida. Podría haber saltado por la ventana del décimo piso, pero en lugar de eso, puso en el gramófono la música de Schubert, la pieza titulada La muerte y la doncella, y se tumbó en la bañera con las venas abiertas. El cuarto de baño era el único lugar habitable del espacio que compartía con su amante, la baronesa Margot, y un caniche mimado con un lacito rosa. Mientras ella se desangra, la baronesa ha bajado a recepción para avisar de que Annemarie se ha trastornado mucho y le ha intentado estrangular. La habitación está repleta de botellas de whisky vacías, papeles desordenados esparcidos, ceniceros rebosantes de colillas, uno de los cuales ha utilizado para romper el espejo, una estatua de la libertad de yeso hecha añicos, la lámpara de cristal de Murano reducida a circonitas que acribillan el suelo, el cristal de la ventana arañado. Sobre la mesilla, queda el telegrama que dicta que su padre ha muerto. Hasta Nueva York ha viajado su hermano Freddy, que a partir de entonces se convertirá en su tabla de náufrago. Será él quien consiga sacarla del siniestro hospital donde la maltratan tras un diagnóstico de esquizofrenia bastante ligero.
Estamos en su cuarto viaje a Estados Unidos, donde se consagra al reportaje social. Si su felicidad en Asia era debida a que viajaba hacia dentro, en América decide viajar hacia fuera. Antes buscaba lo que le faltaba para integrarlo, ahora si no dispara su cámara Rolleiflex cuando mira a los desfavorecidos, siente que viajar pierde el valor de la ilusión. Quiere poner voz a quien no la tiene y para ello se vale de la imagen. La paradoja no termina ahí. Mientras dispara una fotografía en Harlem, tras conversar con un vendedor de un almacén y preguntar dónde puede hacerse con algo de morfina sin adulterar, este le contesta, a bocajarro: “¡Quieres luchar contra las injusticias, liberar el mundo, y te haces esclava de una jeringuilla!”.
Pero ella quiere sentir que deja, por fin, de lado esa otra esclavitud, la de la alta sociedad, la de la práctica de equitación, la del privilegio de esquiar en Saint Moritz –donde conoció a Ella Maillart–, la de las clases de piano. Y así viajará por América para documentar la depresión. Los sujetos de sus fotografías son los niños desnutridos y los sindicalistas encarcelados, algunos durante años y sin derecho a juicio, los guetos atravesados por riachuelos y barro, con las cloacas a flor de calle. En el país modélico del capitalismo, nadie entre los desfavorecidos trabaja menos de diez horas al día siete días a la semana, incluidos los niños, cuya mano de obra es más barata que la del adulto. Este es el resultado de las leyes de la competencia: fábricas cerradas que suponen abandonar a toda una comunidad a su suerte; mujeres que a los treinta años parecen ancianas; el odio racial y la violencia de los blancos contra los negros.
Más adelante, visitará los campos de algodón y conocerá una nueva forma de esclavitud: el sharecropping.Este sistema consiste en dar en arriendo una porción de terreno a cambio de la mitad de la cosecha. Pero el precio del algodón se desploma y la miseria se ha adueñado del territorio conocido como Cinturón Negro. “La historia de América es la historia de una monstruosa explotación”, escribe. Y luego deja la cámara de fotos en el hotel para mezclarse con los trabajadores del campo y corear su rebelión en manifestaciones. Es la época de las grandes huelgas. El capital se ha armado hasta los dientes y con frecuencia se producen choques violentos en las acerías, en las minas de carbón y acero. Le sorprende la cantidad de parados que hay, así como la miseria de sus viviendas. Incluso viaja a Tenesse, donde los leñadores comienzan a organizarse en sindicatos para hacer frente a los magnates de la industria de la madera, especuladores del este, de Boston o Nueva York, que se sienten atraídos por los bajos salarios que aceptan los leñadores. Annemarie no se cansa de denunciar a los desalmados que acuden a los lugares donde pueden sacar partido a costa de la espalda de los trabajadores, tan hipnotizados por el dinero como las polillas con la luz.
La familia de Annemarie la acusa de utilizar estos reportajes para tranquilizar su conciencia. Esa acusación es tan ambigua que podría extenderse a cualquier reportero, desde Sebastiao Salgado a J.M. López, dos grandes fotógrafos, uno famoso y otro desconocido, que se internan en zonas de conflicto y hambre para mostrarnos la cara amarga del mundo. El resultado son unas imágenes que, como las de Annemarie, nos resultan magnéticas, y nos preguntamos por qué. Es posible que nada sea tan atractivo como reconocer lo peor de uno mismo, sacarlo a que se airee un poco. En cualquier caso, ahí están los edificios que resultaban tan aterradores para ella, esa simetría descompuesta de Nueva York, de hormigón hacia el cielo, entre la que se arrastran multitudes. Somos prisioneros de la ciudad y el silencio intacto de la fotografía.
Entra en la trastienda de la ciudad, en vertederos y basureros, donde el metal se oxida por toneladas y dispara la cámara sobre bodegones ásperos de restos de automóviles. Baja a canteras de grava para retratar al joven negro que está algo escondido tras las vigas que sostienen el silo de decantación. Sorprende a una niña casi solitaria, vestida con un retal de arpillera, que debería estar jugando con el palo que lleva en la mano, pero muestra una cara descompuesta, angustiada, sin ilusión, algo que nos aterra cuando descubrimos desenfocado al adulto sin oficio sentado, con la espalda apoyada en la columna de un edificio en construcción, observando a la criatura con absoluta insensibilidad. Nos muestra las casas de madera del sur, pura asimetría sucia. Consigue que la imagen de los trabajadores de la carretera, negros de cualquier edad, sentados en fila, parezcan ignorar su presencia y se muestren inexpresivos a la hora del descanso; es necesario haber perdido todo rasgo de alegría para no amenizar el descanso con una mirada a tu compañero. Vemos la ropa tendida al sol de los presos, camisas rayadas en una diagonal que traza un alambre que cruza por delante de la simetría Bauhaus con que se construyó la fachada de la cárcel. Los que parecen herederos del Tío Tom están ahí, sentados, detrás de un crío de ocho años que sostiene la pala con la que trabaja, ociosos y muertos de suciedad, junto a un anuncio en el que la pareja feliz americana te invita a consumir un compuesto vitamínico. Fotografía lápidas, marineros, críos de la calle, recolectores de basura, retratos de todo tipo de persona de mediana edad cortados en plano americano.
Y en esa última visita al país se reúne con la joven promesa de la literatura americana, Carson McCullers, con intención de entrevistarla. El resultado es otro amor imposible, el de Carson hacia esa mujer que, como pronunció en tono bajo Thomas Mann, de haber sido un hombre habríamos dicho que era extraordinariamente bella. Carson confiesa por carta que conocerla ha sido el acontecimiento más importante de su vida, que se siente su alma gemela, que está dispuesta a abandonar a su marido por ella. Pero, para Annemarie, cualquier relación demasiado íntima amenaza su equilibrio interior, cada vez más precario. Quiere desconfiar de las personas tan sensibles y siente que tiene que defenderse antes de empezar a creer que se está ahogando, una emoción de la que solo le saca la morfina y, en ocasiones, la literatura. Nunca ha sido capaz de apagar pasiones ni de corresponderlas; tan solo de encenderlas. Es entonces cuando ataca a su amante, Margot von Opel, y trata de quitarse la vida. Se la encerrará en una de las penitenciarías para enfermos mentales más siniestras del país, donde se la tortura sin conmiseración. Hasta que un día ve la puerta de la cancela abierta y prueba a salir, camina unos pasos, se va alejando del frenopático, se interna en el bosque, se esconde durante las horas de oscuridad y de madrugada para un taxi en la carretera. Está tan sucia de bosque que parece uno de los niños perdidos de Peter Pan, pero tan delgada que apenas le queda otra cosa que no sea la piel sobre el hueso.
A lo largo de su vida, probará diferentes curas de reposo. Se desintoxica en varias ocasiones, pero siempre termina por regresar a la morfina, incluso por encima de la lucha de su hermano o del cariño de Ella Maillart. Vuelve a Persia, donde se casó con un diplomático francés homosexual, en un tiempo que no importa dónde incrustarlo en su biografía. Estaba correspondiendo a la gran amabilidad del muchacho, mientras pensaba, como siempre pensó, en ese tumor obsesivo que fue su imposible amor con Erika Mann. Uno puede librarse de muchas cosas, aligerar el equipaje que acarrea en la vida hasta volverse budista o franciscano, pero es imposible apartar de manera definitiva un gran sueño. Ni siquiera a través de su otra estrategia de salvación que es la escritura, a la que acude como un músico al sonido del violín.
Asia, la literatura, Ella Maillart o Klaus Mann, nada sirve para detener su drogadicción de una vez por todas, por mucho amor que exista en esas relaciones. En Europa comienza el triunfo del nazismo y el fascismo y se sirve del pasaporte diplomático para refugiar en Suiza a súbditos austríacos. “Me gustaba la generosa valentía con la que atacaba la injusticia, la honesta rectitud con la que se juzgaba a sí misma, la dignidad con la que soportaba su soledad”, dice de ella Maillart. Pero ese derroche de humanidad tampoco la consuela.
Lucha en la guerra de una manera peculiar. Viaja hasta el Congo, dividido también entre las ciudades, que son colonias de Alemania o Italia, y los hombres que sufren, a los que siempre llama “hermanos”. Y hasta remonta el mismo río por el que viajó Conrad y del que luego extraería el material para El corazón de las tinieblas.
Pero la realidad se le ha escapado siempre. Siente mucha pasión, y sigue sin saber cómo reconocerse en ella. Hoy estaríamos hablando de un trastorno de hipersensibilidad. Y para quienes padecen de exceso de sentimientos, la Tierra que les rodea es un lugar en el que se sienten partir, agrietados, cuando miran y cuando cierran los ojos. Quiso ser austera contra el lujo familiar; eligió la libertad de baja gama frente a la que ofrece el dinero; fue escritora, contra el criterio de su madre que trató de encerrarla en el salón hasta que se convirtiera en una gran pianista.
Annemarie optó por forjar su destino, por muy triste que fuera. Acumuló una vastísima cultura y no se apartó de su imagen andrógina, de ser que tiene muy claro que ni siquiera ha podido elegir el género. Así pues, se decide por ambos. Disimuló sus dudas con el aspecto de una vida de aventuras, insólita para una criatura con la piel del color de la luz de un pez abisal. La memoria la trabajó con este afán que hace del recuerdo de un juguete de la infancia un acto presente, y de esta noche sobreviviendo al sexo algo que ocurrió en tiempos remotos. Su biografía no nos concede el derecho a un orden cronológico. Fue demasiado frágil y hubiera sido demasiado libre de no ser, como le dijo el dependiente americano, por la jeringuilla. Su vida tiene la belleza del fracaso. Facturó cada entrega a un viaje con mucha tristeza, con pálpitos desolados que ni siquiera la belleza consuela: padecía el síndrome de Stendhal.
Tras tantos años de filosofía, filología y psiquiatría, todavía no hemos conseguido definir la inteligencia. Pero sí sabemos en qué consiste su fracaso. Annemarie estaba dotada con los mejores materiales con que Pigmalión habría esculpido a su amante. Pero da la sensación de que usó la arcilla para sufrir, porque en algún momento perdió, misteriosamente, la voluntad, o la conciencia. Porque había perdido los motivos para vivir o porque quiso ser rebelde.

Fuente: LA LÍNEA DEL HORIZONTE

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