domingo, 1 de septiembre de 2019

ENSEÑARLE A HABLAR A UNA PIEDRA


Enseñarle a hablar a una piedra
Annie Dillard
Traducción de Teresa Lanero Ladrón de Guevara
Errata Naturae
Madrid, 2019
237 páginas

“Me debato entre la idea del planeta como hogar -una morada de piedra con jardín, acogedora y familiar- y la idea del planeta como territorio de exilio austero donde todos estamos de paso”.
Para que un libro reflexivo, lírico, intimista y sensitivo funcione, es imprescindible carecer de certezas. La escritura, entonces, es una invitación a ver, a leer, a escuchar, a estar presente y a buscar; la escritura desvela curiosidad y nos damos cuenta de cuánto echamos de menos esa virtud la mayor parte de los días de nuestra vida. Escribir se convierte en un acto que refleja la única rebeldía posible que comulga con la naturaleza: la de reclamar libertad. Se trata de poesía necesaria, no como el pan de cada día, pero sí como el aire que respiramos y que desearíamos que fuera puro.
De ese calado son los textos que se reúnen en este Enseñarle a hablar a una piedra, un libro que viene a reflejar la consistencia del alma, y de la mirada, de Annie Dillard (Pensilvania, 1945). Ya nos había sorprendido con Una temporada en Tinker Creek, un libro en el que quisimos habitar mucho tiempo, gracias al cual conocimos la Ítaca de Dillard, el lugar al que regresa en algunos de los artículos que forman esta obra. La mayoría son apuntes de viaje o sobre viaje, y todos tienen por referencia a la naturaleza. La escritura de Dillard se despliega suavemente, amablemente, convirtiendo aquello sobre lo que pasa -paisajes, lugares, encuentros, recuerdos- en metáfora; su espíritu destila salud, pero no del tipo de salud que uno obtiene de la alopatía, sino de la convivencia con el entorno, con la inocencia, con la ingenuidad de la naturaleza.
Dillard vive la Tierra como un milagro y desgrana milagros en los sucesos de la Tierra. Sin mencionarlo, está siempre pendiente de la hipótesis de Gaia, que oculta, en buena medida, detrás de su cristianismo, de su fe en Dios. Aunque reconoce que lo que le pertenece es la creencia, que ese es el anclaje que ha elegido, y no saber que Dios existe. Así, con dudas, nos habla de un arroyo junto a su casa, de un ciervo cazado en un lugar de Sudamérica y atado a una estaca, de los mitos de la épica en los polos, de un eclipse y los efectos de un eclipse, de las islas Galápagos o de cualquier asociación que le surja, siempre de forma espontánea, mientras practica la costumbre de vivir. Un hábito del que nos hemos alejado demasiado y demasiado pronto.
Se reconoce en Thoreau, como no puede ser de otra manera: “Caballeros urbanitas, ¿qué os sorprende? ¿Qué haya sufrimiento o que yo sepa que existe?”. Indaga sin exhibirse, con sumo respeto: “Me gustaría aprender a vivir o recordar cómo vivir”, porque tal vez nacimos sabiendo algo tan básico y los paradigmas sociales nos llevaron al olvido. Nos empuja a comulgar con Gaia y encontrar, así, una forma de rescate. Nos habla de un transcurso del tiempo que recorre el planeta a otra velocidad que no conocíamos, del silencio y del rezo, de la vida y del vacío que elegimos cómo rellenar y qué poner dentro, si es que eso es lo que nos conviene. Se convierte en maestra, tal vez en ocasiones afectada por espejismos morales, pero se trata de esa suerte de espejismos que jamás hará daño a nadie. En realidad, Dillard nos invita a intentar vivir con ella.

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