Enseñarle a hablar a una
piedra
Annie
Dillard
Traducción
de Teresa Lanero Ladrón de Guevara
Errata
Naturae
Madrid,
2019
237
páginas
“Me
debato entre la idea del planeta como hogar -una morada de piedra con jardín,
acogedora y familiar- y la idea del planeta como territorio de exilio austero
donde todos estamos de paso”.
Para
que un libro reflexivo, lírico, intimista y sensitivo funcione, es
imprescindible carecer de certezas. La escritura, entonces, es una invitación a
ver, a leer, a escuchar, a estar presente y a buscar; la escritura desvela
curiosidad y nos damos cuenta de cuánto echamos de menos esa virtud la mayor
parte de los días de nuestra vida. Escribir se convierte en un acto que refleja
la única rebeldía posible que comulga con la naturaleza: la de reclamar libertad.
Se trata de poesía necesaria, no como el pan de cada día, pero sí como el aire
que respiramos y que desearíamos que fuera puro.
De
ese calado son los textos que se reúnen en este Enseñarle a hablar a una piedra, un libro que viene a reflejar la
consistencia del alma, y de la mirada, de Annie Dillard (Pensilvania, 1945). Ya
nos había sorprendido con Una temporada
en Tinker Creek, un libro en el que quisimos habitar mucho tiempo, gracias
al cual conocimos la Ítaca de Dillard, el lugar al que regresa en algunos de
los artículos que forman esta obra. La mayoría son apuntes de viaje o sobre
viaje, y todos tienen por referencia a la naturaleza. La escritura de Dillard
se despliega suavemente, amablemente, convirtiendo aquello sobre lo que pasa
-paisajes, lugares, encuentros, recuerdos- en metáfora; su espíritu destila
salud, pero no del tipo de salud que uno obtiene de la alopatía, sino de la
convivencia con el entorno, con la inocencia, con la ingenuidad de la
naturaleza.
Dillard
vive la Tierra como un milagro y desgrana milagros en los sucesos de la Tierra.
Sin mencionarlo, está siempre pendiente de la hipótesis de Gaia, que oculta, en
buena medida, detrás de su cristianismo, de su fe en Dios. Aunque reconoce que
lo que le pertenece es la creencia, que ese es el anclaje que ha elegido, y no saber
que Dios existe. Así, con dudas, nos habla de un arroyo junto a su casa, de un ciervo
cazado en un lugar de Sudamérica y atado a una estaca, de los mitos de la épica
en los polos, de un eclipse y los efectos de un eclipse, de las islas Galápagos
o de cualquier asociación que le surja, siempre de forma espontánea, mientras
practica la costumbre de vivir. Un hábito del que nos hemos alejado demasiado y
demasiado pronto.
Se
reconoce en Thoreau, como no puede ser de otra manera: “Caballeros urbanitas,
¿qué os sorprende? ¿Qué haya sufrimiento o que yo sepa que existe?”. Indaga sin
exhibirse, con sumo respeto: “Me gustaría aprender a vivir o recordar cómo
vivir”, porque tal vez nacimos sabiendo algo tan básico y los paradigmas
sociales nos llevaron al olvido. Nos empuja a comulgar con Gaia y encontrar,
así, una forma de rescate. Nos habla de un transcurso del tiempo que recorre el
planeta a otra velocidad que no conocíamos, del silencio y del rezo, de la vida
y del vacío que elegimos cómo rellenar y qué poner dentro, si es que eso es lo
que nos conviene. Se convierte en maestra, tal vez en ocasiones afectada por
espejismos morales, pero se trata de esa suerte de espejismos que jamás hará
daño a nadie. En realidad, Dillard nos invita a intentar vivir con ella.
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