lunes, 16 de septiembre de 2019

PUSH


Push
Tommy Caldwell
Traducción de Rosa Fernández-Arroyo
Desnivel
Madrid, 2018
359 páginas


Por poco que uno haya vivido, a nadie le falta la ocasión en que la suerte le salvó de irse al otro mundo. La ha relatado una docena de veces en la barra del bar, cambiando esos detalles que hacen más sugerente, al menos como narración, esas vueltas de campana que dio al salirse de una curva mal peraltada, al hablar de ese ángel que apareció en el mar cuando estaba a punto de ahogarse o al mencionar los golpes contra las escaleras que se dio mientras rodaba hacia abajo tras resbalar con la cáscara de un plátano. Ante ese huracán de situaciones al límite, la gente responde con un “menos mal” o con una sonrisa, la misma gente que califica de locura a actividades como la escalada de dificultad, el Big Wall y las expediciones a Patagonia de un genio del atletismo, y de la meditación, como es Tommy Caldwell.
Push es la autobiografía de uno de los grandes, un tipo que vive tantas horas en la pared como en el suelo, alguien con unas ganas terribles de volar y con idénticas ganas de compartirla. Esta última afirmación supone tanto como decir que se ha pasado la vida aprendiendo a vivir y ahora quiere dictar en qué consiste eso que cree haber aprendido, porque da nada sirve vivir si no se ejecuta al compás de los demás, de los amigos, de los que queremos y de los que querríamos si llegáramos a conocer. En este libro se contiene el dictado de todas las aventuras de Caldwell, que se van extendiendo, glosando, con un placer del que disfrutarán, detalle a detalle, los aficionados a la montaña y a la escalada, pero también se contienen unas técnicas de meditación que hay que leer entre líneas. Meditar se puede practicar por el Tao o en los monasterios budistas, aunque la mayoría de la gente que la practica se queda en el método para turistas, exportado a gimnasios con salas aromatizadas por sándalo. Caldwell ha descubierto que la esencia de la propiocepción es tan interior que solo cabe descubrirla con un método personal. El mapa de los sentidos, las emociones y los sentimientos no se despliega sin ruido: desde que nos levantamos, en ese acto de resurrección que supone despertar cada día, nos acompaña una música interior que cuando se desafina conocemos como depresión. La meditación, y la escalada, al igual que el litio, sirven para entonar nuestra orquesta personal. Por eso Caldwell se muestra como un maestro espiritual, aunque su despliegue literario sea una muestra de técnicas de escalada y espíritu creativo a la hora de idear rutas en las grandes paredes.
Sobre todo, en el valle de Yosemite. Sobre todo, en el Capitán.
Porque ahí es donde se encuentra el hogar de Caldwell, su Ítaca, su amor. Una suerte que no cesa, una suerte por la que ha luchado hasta la extenuación, consciente de que la suerte nos la hacemos. Desde sus primeros pasos, y siempre acompañado por su padre, supo que no sería feliz viendo pasar a los peatones por la ventana. Y salió a buscar lo que otros esperan tanto tiempo sentados, frente al televisor, hasta que se dan cuenta de que se terminan los días y las noches, y ya apenas contienen energía para soplar las últimas velas de los últimos cumpleaños. Caldwell tiene un padre que es puro motor, pura gasolina. De hecho, su presencia es tan abrumadora durante las primeras páginas, que el espíritu del padre se arrastra entre líneas a lo largo de toda la biografía. En contraste, y sin que ello signifique ningún reproche, sorprende la ausencia de la madre, apenas mencionada, y de refilón, en un par de ocasiones. El tópico dice que cuando uno habla de su infancia mantiene a la madre en el limbo del amor, pues es ella quien le ha enseñado a querer y fue su ángel de la guarda. Pero en el caso de Caldwell, la presencia del padre desaloja toda el agua de la piscina, hasta que decide que incluso una persona tan atractiva, tan enérgica, tan entregada, puede ser plomo en las alas.
Caldwell presta especial atención a episodios fundamentales en su construcción sentimental: sus parejas y los inevitables vínculos y entregas, siempre relacionados con la escalada; su viaje a Kirguizistán y el episodio del secuestro, que se solventó con un acto tan brusco por su parte, que lo lamentará cada segundo que le quede por respirar, pese a que gracias a él sus amigos salvaran la vida; su descubrimiento de sus cualidades como escalador, en un planeta en el que los chicos tímidos apenas tienen otra presencia que no sea adornar las esquinas de los pasillos. “La simplicidad, la soledad y la belleza natural son los verdaderos tesoros de la vida”, afirma. Y es allí donde se reconoce, es allí, a la naturaleza, donde pertenecemos, donde todos tenemos nuestro lugar. El riesgo viene implícito a la costumbre de respirar, de dormir, de comer y de buscar cariño. Caldwell aprendió a gestionarlo, pues practica un tipo de escalada bastante seguro, mientras no privaba al tiempo que tiene por vivir de sal y de azúcar. En ese sentido, se comporta como el maestro que solo habla de lo importante que es estar aprendiendo.

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