La cronología del agua
Lidia
Yuknavitch
Traducción
de Rocío Gómez de los Riscos
Carmot
Press
Madrid,
2019
344
páginas
Trasgresor,
en el sentido en que podría ser trasgresor una mezcla de Charles Bukowski y
Raymond Carver, en el sentido en que fue trasgresor confesar sexo explícito al
tiempo que uno desnudaba su alma, en el sentido en que era trasgresor hablar con
palabras gruesas en un medio, el literario, donde se supone que uno ha de
cuidar el lenguaje, es un concepto ya divulgado, conocido, manipulado, un
hábito, una región ya explorada por los narradores. Más aún cuando esa
exploración se atiene a la propia vida o, para ser más concretos, a la parte de
contaminación que nos toca recibir en la vida, a través de los cinco sentidos.
En ese sentido, el libro de Lidia Yurknavitch, el viaje a la miseria de una
sociedad demasiado pulida en los medios de comunicación y en el cine, la
americana, no es nueva. Pero es buena. De hecho, el libro que traemos entre
manos se plantea un fin de lo más atrevido: ¿el hecho de ser trasgresor -el
libro, yo- me hace una persona de fiar?
Lo
que sabemos que no resulta una garantía de confianza es, desde luego, una vida
en la que no ha habido límites que hayamos bordeado, una vida convencional, una
vida sin atractivo ni riesgo. En definitiva, una vida sin pasión, ni siquiera
esas pasiones que uno no ha podido elegir, que le han atravesado como la flecha
atravesaría una manzana y que hacen sentir que nuestros órganos, el corazón el primero,
no tengan una consistencia diferente a la de la fruta. De esta manera Yuknavitch
construye este relato autobiográfico que no carece de existencialismo, ni carece
de espíritu punki. Así se nos va refiriendo, con frases cortas y muy secas,
para intentar alejar la toma de posición sentimental, toda suerte de mutilación
sentimental, toda suerte de emociones que en lugar de enriquecer van cercenando,
invitándonos a ser menos humanos. El libro comienza con la muerte de un bebé y
va saltando de naufragio en naufragio, aunque, para nuestra sorpresa, la
presencia del agua no es, como en los naufragios, una amenaza, sino el sustituto
del aire que respiramos cuando nos damos cuentas de que necesitamos respirar.
Yuknavitch utiliza el agua en un sentido semejante al del bautismo: cualquier forma
de acercarse a ella es un bautismo; en otras palabras, ayuda a renacer, a
reinventarse. Es terapia contra la droga, contra el sexo mal entendido, contra
el infierno de los demás, contra el alcohol, contra cualquier exceso, contra
las obsesiones.
Entre
salto y salto, de agua a agua, la forma de narrar de Yuknavitch pretende que le
sangren los ojos al lector. Va aprendiendo las emociones una a una y así nos
las describe, como si resultara imposible a la conciencia humana ser consciente
de varias a la vez, porque tanta sensación nos derribaría. Hay mucho deseo,
pero una limitada capacidad para afrontarlo. De hecho, los deseos y la realidad
nos van ofreciendo contradicciones que nos sacuden los cimientos de lo que llamaremos
capacidad de entender: “Durante los dos años previos a su partida del hogar
edípico en el que vivíamos llevó siempre consigo cuchillas en el bolso”.
Cuchillas en un hogar edípico es un oxímoron que provoca más pavor que todas
las pesadillas de Stephen King reunidas en una baldosa. De ahí esta sensación
que provoca la lectura, la de un inevitable retraso en la educación
sentimental, la sugerencia de una imposibilidad absoluta de lograrla en
condiciones decentes, la que implica un fracaso ineludible a la hora de
intentar aprender a querer, y sobre todo a quererse a uno mismo.
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