Diario austral
Antonio
Rivero Taravillo
La
línea del horizonte
Madrid,
2019
148
páginas
El
escollo, a la hora de escribir un libro de viajes contemporáneo, es eludir el
turismo. La alternativa es caer en un discurso neocolonial, a pesar de tantas
buenas intenciones. Muerta la época de la exploración, que contenía en sí grandes
dosis de colonizaciones, se desplegaron toda una suerte de formas de turismo
más o menos sofisticadas, desde las grandes cumbres del Himalaya o de Alaska,
hasta los puros mochileros sin un duro en el bolsillo que recorren la parte del
planeta en la que se puede dormir en las estaciones de tren. Ante las dudas que
a uno le genera esta imposibilidad de sentirse viajero, cabe preguntarse si el
mejor viaje, el único viaje posible, catalogado como tal, no será el que se
guarda en la memoria, el que regresa desde el pasado. Libre de toda condena y
lleno de bienestar, ese viaje reflejará quiénes somos, quiénes hemos querido
ser, quiénes nos hubiera gustado seguir siendo, quiénes nos atrevimos a ser
cuando tuvimos la oportunidad de inventarnos. Quisimos ser un personaje, por
encima de la carga de profundidad que marcan los impulsos emocionales dentro de
la geografía en la que vivimos habitualmente, y lo conseguimos. En otras
palabras: tuvimos la sensación de ser, por fin, libres.
Con
esa envidia de uno mismo comienza Antonio Rivera Taravillo (Melilla, 1963) a
redactar esta crónica de un viaje por Argentina. Fue turista no queriendo
serlo, como demuestran las paradas de su itinerario: Buenos Aires, Iguazú,
Salta, Usuahia, Calafate… Un recorrido que le lleva a pensar que se asomado al
conjunto del país, cuando lo que ha visto es el conjunto turístico del país,
aunque le pese no haber podido ver otros lugares que no sean los más hermosos. Al
margen queda el desierto verde provocado por las extensiones criminales de soja
transgénica, la cruel explotación de la industria minera en los Andes o villas
miseria como la de Resistencia, además de ciudades y pueblos que jamás han visto
el dinero del turista, y que ocupan la mayor parte de la extensión de un país
de unas dimensiones inabarcables. Rivera Taravillo hace un enorme esfuerzo por
transmitirnos en descripciones los parajes a los que se enfrenta, pues de un
enfrentamiento se trata dado que los límites del lenguaje le impiden transmitir
las emociones en todo su alcance. Pasea por Caminito, lee a Borges, asiste a
espectáculos de tango, ve todo lo que le resulta posible ver, de hecho, es tan
visual que apenas hay lugar para diálogos.
Y
para hacernos llegar las impresiones de su viaje, recurre a una literatura en
la que lo más importante es no cometer errores. No se equivoca ni en los
destinos ni en los recursos, algo muy de agradecer en un tiempo en el que los
esfuerzos para que se vea al escritor detrás del texto llevan, con frecuencia,
a temas y prosas en las que los problemas de narcisismo, por exceso o por
defecto, flotan en negro sobre blanco.
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