Yan
Lianke
Traducción
de Belén Cuadra Moras
Automática
Madrid,
2019
114
páginas
La
intuición de que la soledad no tendrá término, es, posiblemente, el gran miedo,
de entre los miedos personales, que sobrecoge al hombre. La isla desierta dejó
de ser un paraíso en manos de Daniel Defoe, que nos dictó que Robinson pasó las
de Caín durante una estancia en la que lo peor fue no poder escuchar su propia
voz. Los recursos a nuestra disposición para superar un trance de tal calado,
son muy escasos y apenas dan para imaginar que al día siguiente puede haber un
segundo de bondad que te permita justificar haber sobrevivido unas horas más.
La maldición del solitario la supo interpretar Cormac MacCarthy, cuya
literatura aturde de tanta potencia, en unos anuncios que podemos catalogar de
postapocalípticos sin Apocalipsis previo.
Ahora
llega a librerías este Días, meses, años,
de Yan Lianke (Henan, 1958), que crea a un protagonista débil, un anciano, para
enfrentarse a esa soledad sin aristas. Al terror individual se añade el social
de la sequía. Que toda la tribu, toda la gente que ha sido tu sustrato se haya
visto obligada a huir, a exiliarse, a dejarte atrás, dará lugar a un miedo que
abarca no solo lo cósmico, lo divino, lo que no está en nuestra mano proteger,
sino también lo humano. Supone gestar miedo a los hombres. La única compañía
del anciano es un perro que ni siquiera puede ayudarle con la mirada. La
supervivencia de ambos, que apenas pueden desplazarse, está en función de la
población de ratones y el cuidado de una planta de maíz. El anciano afrontará
la situación con un espíritu que nos lleva a preguntarnos qué necesidad tiene
siquiera de mantener una brasa de dignidad. En realidad, ninguna. Y a pesar de ello,
observa y cuida a las plantas respetando la belleza de un ser que nos permite
alimentarnos y permite alimentar nuestros sentidos.
Lianke,
al contrario que MacCarthy, trata la novela con el cuidado de quien ama a sus
criaturas. Construye un texto hermoso, en el sentido en que son hermosas las
alegorías, en el que nos recuerda que nuestro planeta, el planeta de los
hombres, no es nada sin el mundo campesino. Y que el mundo campesino no es
únicamente el del Beatus Ille ni el
del Ángelus de Millet.
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