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lunes, 9 de octubre de 2017

EN LA RED

En la red

Jesús Torrecilla

Madrid, 2004
224 páginas
16,95 euros

La verdad (y la mentira) virtual


Leer esta novela es invitarnos a considerar lo terrible de nuestra dependencia. Todo lo que hacemos, eso que constituye lo que vamos siendo, deja un rastro en los canales de comunicación, en las líneas telefónicas, en los registros binarios que circulan por la fibra óptica o las señales de satélite. Y así nuestra realidad puede ser transformada, doblegada, deformada, y nosotros estar cayendo en el engaño en que caían los hombres encadenados en la caverna de Platón, solo que, en este caso, alguien está fabricando la silueta de las sombras que vemos pasar.
Dicho así, da la impresión de que afrontar la lectura de En la red nos llevará a un mundo metafísico, a una reflexión ontológica, y aparte de un notable fin de la historia de carácter metavirtual, lo epistemológico nunca se adelanta a lo narrativo, como debe ser en una novela. Y más aún en una novela de intriga cuya acción se desarrolla en la costa oeste de Estados Unidos, unos parajes que nos son familiares gracias al cine de entretenimiento y no a la concienzuda filosofía griega o alemana. Porque la recreación de la ciudad de Los Ángeles como escenario es pieza clave en esta novela en la que todos los desplazamientos de los protagonistas deben hacerse en coche, en la que la vida exterior al hogar transcurre en las autopistas, incluido el misterio de la desaparición y asesinato de una muchacha, en el que, consecuentemente, se ve involucrado gente como un conductor de camiones o la dependienta de una gasolinera.
Asistimos aquí a un año de vida de Sierra, una mujer especializada en tratamiento de imágenes para investigación criminal, que se ve absorbida por un caso no resuelto, con tanta intensidad que vive con la nariz pegada a la pantalla del ordenador, y sin que el auricular del teléfono se le caiga de la oreja. Mientras tanto, su marido, un hombre al que ella rescató del arroyo y que aprendió de ella lo que significa ser bueno, trabaja de esto y de aquello en una ciudad en la que acaban de aterrizar, justificando sus decisiones como mejor puede, hasta que decide que su matrimonio se ha hecho pedazos. Los hechos con que se va trazando una trama muy bien hilvanada, perfectamente dosificada, son lo bastante cruentos como para mantenernos en tensión, y suceden a un ritmo que nos invita a seguir leyendo hasta el final. El interés no decae, la narración es ágil, y cuando es necesario interrumpir la trama principal, el relato secundario estará justificado por la necesidad de vínculos humanos que relacionen a los personajes, y porque no se puede construir una novela sin que esos personajes tengan un pasado, unas raíces. Por eso al lector le queda explicado de dónde procede la intuición psicológica de Sierra y cómo es posible que existan los golpes de suerte que la van ayudando a desenredar la trama hasta llegar a una conclusión virtualmente falsa (o virtualmente verdadera, no sé muy bien), que es el tipo de conclusión a la que puede llegar el detective inmóvil, como Isidro Parodi, el personaje que inventaron Borges y Bioy Casares.
Jesús Torrecilla ha construido un relato en el que se podría rastrear lecciones como las que nos entregó Raymond Chandler en su artículo Comentarios informales sobre la novela de misterio, sobre la motivación, caracterización, atmósfera, el argumento subyacente, la honradez con el lector, o una estructura esencial con la que Torrecilla juega encontrando paralelismos entre el montaje narrativo y los elementos del lenguaje informático. Como también se encuentra paralelismo entre las autopistas de asfalto, las de comunicación y la tenue fibra invisible que cose el organismo compuesto por millones de cabezas y corazones humanos.


Fuente: Culturas/Tribuna

martes, 3 de octubre de 2017

EL FIN DEL MUNDO

Fuente: Culturamas
El fin del mundo
Boualem Sansal
Traducción de Wenceslao-Carlos Lozano
Seix Barral
Barcelona, 2016
271 páginas

De la imaginación de George Orwell nació el gran ojo que no deja de observarte y registrar lo que estás haciendo. De la de Boualem Sansal (Argelia, 1949) nace la de los ojos que no ven el horizonte. Marchen lo que marchen, miren hacia donde miren y hasta con los párpados cerrados, no alcanzarán jamás ese horizonte donde está la frontera que separa el manicomio del paraíso. O la cárcel, del tamaño de un continente, de lo que sea que quede al otro lado del muro, donde habrá algo más de libertad, se supone, a la hora de cocer el pan. El mundo que crea en esta distopía, que denuncia los fundamentalismos religiosos dictando el devenir de los estados, la previsión de paisajes al estilo Mad Max y la convicción de que los cuerdos acabarán encerrados, es un mundo sin oxígeno, sin opciones para mirarse en el espejo de la ilusión.
Hay tanto de políticamente incorrecto como de políticamente correcto en la novela: las aberraciones que no están más lejos de la fantasía que de la realidad, solo se pueden catalogar como psicopatías, sociopatías o politopatías, por utilizar un neologismo adecuado. El que participe de las politopatías será un integrado. Denunciar la mala marcha del planeta es lo correcto, política, moral y sentimentalmente. Lo que no debemos confundir es la atribución de la ficción, o de la proyección, a una religión concreta. Todas han dictado, al llegar a su extremo, que el mundo se divide en humanos e inhumanos. Y los humanos siguen el libro y al líder sagrado. Odiar otra forma de humanidad que no sea la que ellos proponen, es odiar la vida, así, en un grado universal.
El personaje principal de la novela, Ati, es más un observador que un protagonista: su intervención apenas modifica los sucesos. El estado es mucho más fuerte que él, y hace tiempo que echó a rodar, hasta coger la velocidad y el grosor de una bola de nieve cayendo por una pendiente de varios kilómetros. Sólo la tuberculosis, de la que Ati se está recuperando, incomoda el equilibrio del estado, pues impide la previsión organizada del control de la población. Por otra parte, la coordinación del estado, sus sistemas de represión y convicción, se asemejan a los que Michael Moore diseñó para V de Vendetta. En incluyen la imposición de una lengua prefabricada, pobre, de tal manera que al individuo le resulte imposible elaborar ideas complejas. Es decir, nada más sencillo que el clásico truco del borrego.
Como no podía ser menos, al igual que cualquier imperio en la historia, es preciso crear un enemigo. En este caso, será un país fronterizo, cuya existencia real desconocemos. Nadie de los que pasa por las páginas de la novela parece haberlo pisado. De hecho, desconocen dónde están las fronteras, porque nadie las ha visto. Negar el ojo del individuo es la transcripción del Bigeye de Orwell. La ceguera, la guerra, la negación de humanidad al enemigo, la destrucción de los libros para que, de este modo, la historia comience con el profeta, y la única presencia de un libro violento y autoritario, que se memoriza, no se debate, son recursos clásicos. Sansal los maneja con inteligencia, no permitiéndonos respirar durante la lectura. Nosotros también estamos amenazados por un peligro inminente que nunca vemos, como el protagonista de Esperando a los bárbaros atrapado en la fortaleza Bastiani: la verdad tiene que aparecer en algún momento, y no sabemos si algún día nos cansaremos de preguntar por ella. Frente a los dogmas de fe, a ese ritmo que nos atrae en la lectura, asoman algunos apuntes de la apuesta por amar las pequeñas cosas de la vida. Las religiones han apostado fuerte por el miedo a la muerte para su expansión. Sansal lo denuncia con desasosiego. Pero quien se atreve a denunciarlo con tanta imaginación es porque adora, precisamente, la imaginación. Y vivir sin imaginar es menos vida.


EL ATURDIMIENTO

El aturdimiento
Joël Egloff
Traducción de Tamara Gil Somoza
Lengua de Trapo
Madrid, 2006
136 páginas
14,60 euros

Con los pies en la basura



Lo más extraño de esta obra no es lo que el autor propone, sino, paradójicamente, aquello que no se planteó como objetivo. No es difícil adivinar y comprobar cuáles son las intenciones de Egloff. Basta echarle un vistazo por encima para identificar la lectura metafórica de esta ciudad que crea, a la que no le dedica más que una descripción, al inicio de la novela, y que tiene por atmósfera la inmundicia. Dada la índole ficticia, tal vez demasiado ficticia, hasta el extremo de sacar al lector de su comunión con la propuesta narrativa, uno se traslada inmediatamente al género de la ciencia ficción, donde las sociedades dibujadas son un vaticinio y, por lo regular, una denuncia. El protagonista, un neurótico pusilánime, huérfano  y medio sordo, pertenece a los estratos bajos de la urbe, sobrevive trabajando en lo más oscuro, que es el matadero, donde se sacrifica cualquier tipo de animal doméstico en una cadena de liquidación y despiece en la que puede llegar a aparecer el cadáver de un ser humano. Las vacaciones de su infancia las pasó en un lugar de veraneo junto a la depuradora, en cuyos tanques iba a bañarse en compañía de su primera novia. Cuando de la ciudad se apodera la niebla ésta es tan densa que distorsiona hasta la voz, que impide la percepción de la propia mano. Y por la ciudad, a la hora del crepúsculo, vagan jaurías de perros sarnosos dispuestos a robar la comida o los trozos de pantorrilla del que se descuide. A todo esto cabe añadir algún capítulo con piezas tan esperanzadoras como la luz al final del túnel, como es el caso de un atisbo de puesta de sol, o una capa de olor a primavera que flota, minuciosa y tenue, durante unos segundos por la ciudad. Estos capítulos son los más cortos, pues obedecen a plumazos de esperanza. Por el contrario, Egloff se entretiene con ese secundario que vive en el desguace, que atiende a sus visitas en los asientos de los vehículos, o en la imposibilidad de dar la noticia de un fallecimiento a una viuda.
Una vez expuesta la intención de denuncia, la metáfora que no precisa aclaración, al lector le queda por comprobar si el tono designa algo, si esa labor entre la ironía y el existencialismo sucio trascenderá más allá del entretenimiento. Y será ese misterio, que Egloff deja sin resolver, suponemos que intencionadamente, lo que más incomoda de la novela. ¿A qué se debe el paso de aviones que participan de una realidad paralela, que dejan caer sus restos sobre los hogares hasta el punto de que los habitantes se ven obligados a dormir con casco? ¿Pretende forzar una sonrisa o pretende forzar la irrealidad para hacerla increíble? En este caso, ¿qué busca un autor que saca a sus lectores de la narración? En principio, este no es un objetivo corriente en la historia de la literatura. Acaso sea esa comprometida simbiosis de humor y denuncia lo que no termina de funcionar en esta obra, lo que la transforma en una lectura en la que los atisbos de otra vida posible, extraídos de las conversaciones entre el protagonista y su mejor amigo, son lo más convincente. Es posible que falte un poco de rigor, ese que hace al autor abandonar constantemente los términos referidos a la basura y a las complicaciones de sobrevivir, en aras de lo absurdo, y que podría haberse solucionado con un poco más de trabajo, pues facilidad inventiva no le falta a Egloff. Por eso no deja de ser insólito el final, que es una metáfora dentro de la metáfora de la narración, con ánimo de expresar los límites del desconsuelo. Más aún teniendo en cuenta que uno sueña de noche, y que en esta ciudad constreñida no existe diferencia entre la luz de la noche y la del día. Cuando Egloff habla de un tiempo de perros en una noche polar, se limita a solventar el problema de no habernos transmitido esa sensación durante el relato.



Fuente: Culturas/Tribuna

jueves, 28 de septiembre de 2017

BIENVENIDOS A OCCIDENTE

Bienvenidos a Occidente
Mohsin Hamid
Traducción de Luis Morillo Fort
Reservoir Books
Barcelona, 2017
171 páginas

Ahora, cuando la distopía se ha convertido en un género narrativo, descubrimos que esa manera de avanzar el futuro no es otra cosa que la realidad, que la tenemos encima y que todo consiste en no mirar para otro lado para darnos cuenta de que la ciencia ficción que nos remite a un futuro desastroso, es algo que viven los desheredados, los desposeídos, la gente a la que se le ha robado el amor, las raíces y hasta la cortesía. Con una entereza que da envidia, Moshin Hamid narra sin dolor. Pero la idea de que la supervivencia basta para derrotar al amor, o que puede bastar para romper el lazo de cariño más humano, sobrevuela la historia y no se resuelve hasta el final. Es un cara a cara entre la humanidad y los peligros del espejo, que solo devuelve la figura de la humanidad. Como Alicia, que cruza a otro mundo a través de un espejo, una pareja que huyen del conflicto bélico que sucede en su país, cuyo nombre no aparece, cruza a distintos lugares de occidente atravesando puertas. La diferencia es que Alicia se sirve de un espejo, que multiplica la luz, mientras a ellos algún alma caritativa les abre una puerta oscura, es decir, para salvar la vida se dirigen hacia donde se ve peor o no se ve.
La novela comienza presentándonos un país árabe, en el que la gente padece o disfruta de las mismas necesidades que en occidente. La ropa que lleva la protagonista, o la que utiliza él para subir al apartamento de ella, es un disfraz con una utilidad camaleónica. Pero allí la gente ve caer bombas copulando, haciendo gimnasia, mientras se forman tormentas. Allí o utilizas el disfraz o puedes acabar decapitado con un cuchillo de sierra a fin de incrementar el sufrimiento, y luego colgar el cuerpo de un cable de alta tensión. Las reglas de lo cotidiano las tienes que aceptar sí o sí, a la fuerza. De tal manera que llega un momento en que o te conviertes en combatiente o piensas en salir. Como sucede a la joven pareja protagonista, que imitan la vida occidental en la medida de lo posible. Pero la guerra degrada todo, hasta los principios religiosos o el deseo carnal. Cabe una tercera opción, que es la de volverse loco, irse con la mollera a vivir a otro lugar, como sucede con el padre del protagonista.

Pero ellos deciden emigrar, que es tanto como eliminar de tu vida a la gente que te recuerda los buenos sentimientos, como la ternura. Y es entonces cuando comienzan sus saltos, desde un campo de refugiados en Mikonos, un detalle que tal vez sea un guiño a La Odisea, porque el viaje de los refugiados es el único que existe para el que se requiere un valor comparable al de Ulises. Desde que dan con sus huesos en el campo de refugiados, hasta que llegan a un lugar de la costa de California, con escalas intermedias, se van dejando rastros de humanidad por el camino. De hecho, en algún momento rezar y fumar porros es lo único que les identifica como personas. Y así es como la supervivencia cambia los lazos de amor. De hecho, esta novela trata en buena medida sobre eso: o sobrevives o amas. Una disyuntiva propia de las distopías, algo que millones de personas están ya viviendo.

Fuente: Culturamas