Los
perdonados
Lawrence
Osborne
Traducción
de Magdalena Palmer
Gatopardo
Madrid,
2020
315
páginas
Todo
escritor ha querido ser Borges en algún momento de su adiestramiento. Y también
quiso ser Maupassant o Chejov. O Kafka. Hablamos de grandes cuentistas, de
autores que destacan en el relato, en distancia corta, en narraciones redondas,
esas que exigen una técnica narrativa que en la novela, por ejemplo, se puede
sustituir por otras estrategias. Algo en lo que destaca, así mismo, Paul
Bowles. Todos han sentido la tentación de ser Paul Bowles. Incluido el propio
Bowles cuando se planteaba dar un salto a distancias más largas. Su mejor
novela, El cielo protector, compite con los relatos en textura, en
intensidad, en conflicto, en personajes, como tal vez, también La casa de la
araña. Pero les falta ese punto de intensidad que posee la obra más breve.
Está la humanidad, pero no tanto la potencia, la contundencia, la sorpresa y el
extrañamiento que proviene de la necesidad de dejar muchas cosas al albur de la
mente de los lectores.
En
ese sentido, este Los perdonados, de Lawrence Osborne (Inglaterra, 1958),
sigue la misma estela. Osborne comparte un alma biográfica con Bowles: sintiéndose
extranjeros en su tierra de nacimiento, han buscado pertenecer a otras culturas
en las que el mestizaje les venía denegado, aunque solo fuera por el color de
la piel. Pertenecen a la estirpe de los hombres que sienten rápidamente que los
demás les ponemos plomo en las alas. Han viajado y han pretendido ser parte del
paraje al que se desplazaron. Y eso incluye Marruecos. El país magrebí cuenta
con mil razones para protagonizar una novela como en la que nos enfrascamos:
está demasiado próximo como para que resulten verosímiles las diferencias. Pero
las diferencias existen, tienen que ser creíbles, porque nos dan fe de ellas y
por lo que hemos llegado a saber a través de las visitas propias, y establecen
entre ambas sociedades una membrana impermeable.
Los
protagonistas de Los perdonados viajan por Marruecos y se ven en una
ardua tesitura moral que en España hemos conocido, muy de cerca, a través de la
película Muerte de un ciclista. Y así se confrontan tanto a las
asperezas de las relaciones entre el matrimonio como a las que surgen de la
distancia social que, inevitablemente, se instala entre ellos y el resto de la
humanidad: creer que nadie puede perdonarte te lleva, inevitablemente, a la
condena. De ahí que el conflicto sea personal y sea sociocultural. Es una tarea
moral de desahucio, de degradación, de corrosión, contra la que se empeña uno
en luchar sin tener ningún arma para enfrentarla. El espíritu universal será
humano y el territorial las diferencias. Sobre estos ejes Osborne construye una
novela muy correcta, en la que las sorpresas se nos entregan como en una carrera
de fondo, en la que el turismo vuelve a aparecer, como en sus otras obras, como
sinónimo de decadencia. La obra no se termina de ubicar en ningún tiempo, pero
bien podría situarse en los tiempos de Paul Bowles o en los de Lawrence Osborne:
llevarla a un territorio extraño, que jamás llegaremos a comprender por culpa
de nuestros inevitables (e irreconocibles) prejuicios, es un acierto atemporal.
Enfrentarnos a ellos, a los prejuicios, es algo que apenas puede conseguirse de
no ser gracias a la literatura. Es en este aspecto en el que más destaca la
novela.
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