El cielo bajo el suelo
Fernando
Ángel Moreno y Gabriel Díaz
El
Transbordador
Málaga,
2019
396
páginas
La
heroica ciudad dormía la siesta.
La
frase con que se inicia La Regenta
sirve para justificar una buena parte del espíritu de El cielo bajo el suelo: “La exhausta ciudad se sabía incapaz de
dormir”, escriben los autores. Y las primeras intenciones que uno reconoce en
esta novela son las urbanas; da la sensación de ser un intento de retratar una
ciudad tal y como se viene retratando habitualmente, es decir, reuniendo a un
grupo de gente de diverso pelaje alrededor de un cadáver. Pero una verdadera novela
urbana no es una descripción de patologías sociales a través de unos
personajes, aunque Clarín lo consiguiera en buena medida, sería, más bien, una
trama o un conflicto montado sobre la principal característica de las grandes
urbes: que la gente no se conoce. En ese sentido, la novela negra se aproxima
al entregar al lector la intriga, pues a los personajes no terminamos de
conocerlos hasta el final de la obra.
Pero
esta novela también contiene un espíritu histórico. La acción se desarrolla
durante los años setenta, recién cuajada la Revolución de los Claveles. En ese
sentido es una obra de época, un retrato minucioso de una etapa casi reciente,
pero que se nos va antojando algo melancólica, como alejada por los demasiados
recuerdos que se acumularon en esta última etapa del Antropoceno, que corre demasiado
deprisa. El trabajo de dirección de arte, de ambientación, es minucioso y
efectivo. Los autores practican la observación de alto octanaje, aunque sea
mirando en dirección al pasado, de modo que, tampoco habrá que negarlo, la
novela tiene tintes costumbristas. Hasta el punto de preguntarnos si no
esconderá cierta denuncia del (disculpen la expresión) carpetovetonismo. Tanta
gente elogiando series como Cuéntame,
han hecho saltar los resortes de la imaginación de los autores, porque no
cualquier tiempo pasado fue necesariamente tan mejor. Sería un poco atrevido
tildar de ironía a este espíritu, porque se trataría de una ironía sin
complejos y sin maldad, una ironía que no hace daño.
Sin
embargo, a medida que uno va adentrándose en la novela, nos damos cuenta de que
la acumulación de fantasía va provocando más y más intensidad en los sucesos,
aunque estos se demoren, ocasionalmente, en episodios no tan significativos. Nos
referimos a episodios significativos queriendo decir aquellos en los que los
personajes ganan intensidad, definición, y quedan marcados los vínculos entre
ellos, que están sin resolver. Para ello los autores se valen de un detonante terrible,
la muerte de un bebé, y de una forma de fantasía que incomoda: qué está a este
lado y al otro de la realidad, si es posible el trasvase a través de la
membrana de la muerte y si la realidad, esa que definen con detalles certeros,
es lo que parece. A mayores, la estructura de la novela está fragmentada,
porque la realidad no tiene guion ni continuidad de ningún tipo, no es una historia
cerrada, un relato redondo. Cierto esoterismo va subiendo de volumen a medida
que avanza la acción, a la par que no cesan los detalles intertextuales, una
conciencia de encontrarse a los dos lados de la creación que no cesa en los
autores: saben que deben poner su empeño creativo en la historia que tienen
entre manos, pero también en el proceso de crear una historia. Y el resultado
es un mundo que se asemeja al nuestro -o al que fue el nuestro-, pero que nos
inquieta por lo que puede diferenciarse de lo que vemos a nuestro alrededor.
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