La forma en que se expresa que un mal final puede ser un buen principio, sin que por soltar la frase hecha revelemos cómo termina la novela, es de lo más curiosa:
“Te pasas la infancia queriendo ser adulto y el resto de tu vida idealizando tu infancia. Los lunes.”
Ese “Los lunes.” que aparece tal y como lo redactamos, es lo que define la novela: el final del descanso, el principio de la semana. El único día laborable que no es un día cualquiera, pero que da paso a cualquier día. En este Al caer la luz, da la sensación de estar siempre al principio de los lunes. De hecho, sorprende la cantidad de veces en que los protagonistas, el matrimonio Calloway, recién estrenada la treintena, aparecen despertándose a lo largo de la novela. Los treinta, por otra parte, son también el principio de un día cualquiera, el pistoletazo de salida de lo que supone ser adulto, tomar la decisión que marcará los días que te faltan por vivir. Sin embargo, cada día será un lunes de aquel año en que tenías treinta y uno a partir del primer lunes en que los cumpliste. Así es cómo se definen los dos protagonistas de la novela, con sencillez urbana: Russell se deja llevar por la ambición profesional, cree estar capacitado, estar de vuelta sin plantearse si ha ido a algún lugar; Corrine piensa que ya es hora de dar prioridad a su deseo de ser madre, por encima de su trabajo, y sigue marcada por las cicatrices de una anorexia juvenil. Lo que se nos muestra de ellos tiene más que ver con la actitud social que con los sentimientos. Es más una postura frente al mundo, una postura cotidiana, que una inmersión en el cerebro y las emociones que les consumen, agotan, duelen.
Alrededor de ellos, una serie de personajes secundarios rotan como satélites. Se trata de gente mucho más interesante, en apariencia, para investigar a la hora de escribir una novela, de personajes para Bukowsky o para Tom Wolfe, por ejemplo. Son más hiperbólicos, más potentes. De hecho, Al caer la luz se sostiene a lo largo de más de quinientas páginas porque ninguno de ellos es el eje de la obra que, en realidad, trata sobre la pérdida de la juventud. Jay McInerney (Connecticut, 1955) ubica este trauma de largo recorrido en paralelo a la ambición de subir en la escala social. De hecho, el matrimonio, o más en concreto él, Russell, sube a crédito, literalmente. Sobre ese crédito, esa nada, cimentará sus finanzas al tiempo que a ella se le impone el ritmo biológico sobre el profesional. Pues la novela comienza con una inversión de términos económicos: Russell es un editor dentro de un gran grupo, que gana lo suficiente como para mantenerse en la clase media, mientras ella trabaja en una pequeña empresa de inversión bursátil, con un mejor salario. Él tiene el prestigio, ella el dinero. Un mal oxímoron matrimonial. Ambos están en un lugar análogo con sus sueños, pero ninguno lo ha sublimado.
Ese es uno de los problemas de Nueva York, que para sublimar tus sueños necesitas de mucho dinero. Por muy bohemios que estos sean. No es una ciudad amable. Se nos presenta como un lugar donde se puede vivir una vida de Best Seller, pero en la que no hay tiempo, excepto durante los segundos que transcurren desde que suena el despertador hasta que sales a la calle, para crearse una conciencia propia. La inseguridad laboral se liga a la dignidad, no la dignidad a los actos ajenos a la profesión, porque no hay tiempo. En Nueva York, el tiempo tampoco tiene una escala humana. Eso sí, cumplidos los treinta, cuando uno se plantea que la vida iba en serio, surge el realismo urbano junto al deseo de triunfar, sea eso lo que sea. Si es profesionalmente, se agotaron las formas de epatar. Si es personalmente, se asume que se es uno más y deja que el destino sea dueño del destino. Y el destino es algo que se anuncia los lunes, cuando se espera que algo suceda, porque si es uno mismo el que lo pone en marcha, corre el riesgo de no ser demográficamente correcto. Ese es el conflicto que se expone en esta novela, en la que se sube un poco el tono, la potencia, cuando aparecen los secundarios. Y eso sucede con frecuencia. Unos secundarios que no evitan que Russell y Corrine se atraigan. No pueden hacer nada por evitarlo.
Fuente: Revista de letras
No hay comentarios:
Publicar un comentario