Bucarest. Polvo y sangre
Margo
Rejmer
Traducción
de Ernesto Rubio y Agata Orzeszek
La
Caja Books
Algamesí,
2019
245
páginas
La
resistencia del régimen de Ceaucescu tal vez fuera el tumor más sórdido y criminal
de las dictaduras que cayeron a finales del siglo XX en Europa. Hasta tal punto
que una periodista polaca, Margo Rejmer (Varsovia, 1985) se estremece al considerar
las consecuencias y se atreve a partir al epicentro del oscurantismo para
revelar en qué consistió y en qué sigue consistiendo. A Bucarest le cuesta algo
que no sabemos si definir como esfuerzo el desprenderse del sudor y la fiebre
de un régimen tirano, megalómano, arbitrario y asesino. Rejmer reconoce los
efectos del mismo tanto en las personas como, lo que resulta más difícil, en
los lugares. Pero cualquier palabra y cualquier imagen recortada contra el
pasado gris y sangriento, son la piedra en el estanque a partir de la cual desarrolla
una labor periodística en la que demuestra que la crónica no conoce otro
cimiento que no sea el talento en la mirada y su acólito, el talento en la
escritura.
Con
una sorprendente facilidad para la metáfora, que utiliza cuando no puede llegar
con las palabras directas al efecto deseado, Rejmer se erige como sucesora de
los grandes reporteros polacos: Kapuściński,
Mariusz Wilk, Hugo-Bader. Y, al igual que ellos, se lanza a explorar lo inexplicable:
si existe algún tipo de coherencia dentro de los márgenes de la locura. Nos descubre
la psicopatía a través de los sufrientes, por los que toma partido sin ambages.
Y se embarca en la tarea de todo gran periodista y de todo gran viajero, que
consiste en asaltar los naufragios. Al fin y al cabo, la vida consiste en
amarrarse a la tabla y agitar brazos y piernas no tanto para llegar a buen
puerto, como para evitar que la marea nos arrastre mar adentro. Pero esta marea
ha dejado una resaca demasiado profunda, demasiado potente, como para evitarla
mirando hacia otro lado. Conocer es necesario y no para evitar errores del
pasado, sino para comprender el mundo, que en este caso supone comprender a la
gente, explorar la compasión, la empatía.
Acompañamos
a Rejmer por sus visitas a los lugares emblemáticos, como el palacio y las
avenidas faraónicas, y nos guía a través de las almas, las de los hijos no
deseados, las de las mujeres que abortaron en la clandestinidad, las de los
hombres torturados, que se nos antoja la casi totalidad de la población que
pisó Bucarest desde las guerras mundiales hasta los años noventa. Se nos expone
cómo es posible desposeer a alguien de su tiempo, de su libertad y hasta de su
miseria. Bucarest es un libro sobre
el dolor y sobre el pánico: “En semejantes condiciones no se puede ni soñar con
amar al prójimo”, dice, con un respeto que nos llena de lágrimas. “Primero
desaprendió a llorar, después desaprendió a pensar en todo aquello”, comenta
sobre una de las personas con las que se encuentra, y entonces sabemos que
nuestra tristeza es apenas un juego de niños en comparación con el sufrimiento
de esta gente.
Pocas
formas hay más simbólicas de una deshumanización que olvidar lo aprendido
voluntariamente. Paseamos por una ciudad sorprendentemente viva, por una suerte
de Mordor que intenta florecer sobre las cenizas de algo que es mucho más carne
que una leyenda negra. Los relatos serían inverosímiles de estar expuestos en
una novela, y aquí nos hablan de la increíble capacidad de escuchar de nuestra
autora. Nos habla de un pueblo sin fuerzas, que escasamente sobrevive negándose
a aceptar que todo lo que les queda por delante es pena. Nos habla de
reisilencia personal y social, de una suma de eslabones débiles, de personas
que parecen haber estado luchando, como el náufrago que antes comentamos, sin
otro objetivo que evitar la inercia hacia la muerte. Estamos en una ciudad “tambaleante
y oscilante, contracturada y desnivelada (…) un París tras el paso de un tifón”.
Una ciudad, y cuando decimos ciudad queremos decir ciudadanos, en la que reinó
un engaño permanente, un decorado tras el que habitada el mal, que es tanto
como decir los malvados, los sin alma, los brutos, unos monstruos ante los que
la población solo pudo crear comedias negras a partir de dramas. Quizá porque
la risa es el último gesto que nos queda para sabernos humanos cuando la resaca
nos lleva, de forma inevitable, al Maelstrom.
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