Caminar hasta el
anochecer
Lydie Salvayre
Traducción de Marta Cerezales
Laforet
El Desvelo
Santander, 2022
131 páginas
¿Cómo debemos
comportarnos frente al arte? En cualquier caso, sin codicia. Existe una codicia
económica, que todo lo ha contaminado, pero también existe la codicia de prestigio,
de reconocimiento y de sentirse un ser superior, un superdotado, alguien que
cuando habla los demás deberíamos callar. Existe una sacralización que está
desbaratando todo, que nos lleva, con frecuencia, a refugiarnos en la artesanía
para encontrar, entonces, objetos hermosos. Ahora uno desea más tener una
máscara africana colgada en el salón de su casa que un cuadro de un pintor
expresionista abstracto. El arte contemporáneo de la sensación de estar
esperando su propia parusía, pues desde hace tiempo es demasiado cerebral y
desde hace tiempo apenas cumple las funciones decorativas. Existe en un estrato
social que no es común, que no está afectando de belleza a la gente, que se
atiene a una clase alta que ha perdido el sentido de la realidad. El arte contemporáneo
es una farsa.
Sobre ese sustrato escribe
Lydie Salvayre (1948) este delicioso libro, a mitad de camino entre la
experiencia personal y la reivindicación política. Alguien le propone pasar una
noche en el museo Picasso, junto a la escultura El hombre que camina, de
Giacometti, y allí va, de cabeza, dispuesta a mostrarnos todas las reflexiones
que dicha situación provoca en su interior. Asistimos a un tornado de emociones
y de sugerencias, desde las que se refieren al arte y a la farsa del arte, a
las que atienden a la admiración por esta obra y por la sencillez y la humildad
del artista Giacometti, cuya obra maestra, al margen de la escultura que adora
Salvayre, es su propia biografía, su estilo de vivir. En buena medida, el libro
está construido sobre ella misma, sobre su personalidad, sobre sus intereses,
sobre sus emociones, sobre lo que cree haber aprendido a lo largo de los años.
Nos habla de sus filias y muy pocas veces nos aturde con sus fobias. De hecho, leemos
más a una autora que se compadece, en el sentido estricto del término, padecer con,
que a alguien que aborrece. Aborrecer no merece la pena. Pero sí asistimos a un
momento que nos habla sobre la necesidad de introspección, que deberíamos practicar
de vez en cuando, y sobre una praxis de la introspección sin estridencias, sin
onanismo. Ese es el gran valor de este ensayo que toca temas culturales y de
cultura personal, de formación sentimental y de sociedad que se pudre por
alguna de las costuras. Un texto que debería afectarnos hasta proponernos
emular ese espíritu, modesto y analítico, que muestra la autora.
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