Maldita suerte
Lawrence Osborne
Traducción de Magdalena
Palmer
Gatopardo
Barcelona, 2022
220 páginas
El asunto que nos llega
por todos los caminos, porque subyace a casi todas las historias, es el de la
estupidez humana. Rara vez se convierte en el eje central de la historia, pero
siempre está presente, tal vez a través de algún personaje secundario, tal vez
a través de momentos de escasa lucidez, tal vez disfrazado de locura o incluso
de amor. Llevado a primer plano, lo más oportuno, lo que mejor funciona, es
traducirlo a una adición. Ahí está, por ejemplo, la adición al dinero de los
lobos de Wall Street, esos psicópatas. O la adición al alcohol, que tan bien se
expresa en películas como Días de vino y rosas. Podemos hablar de
erotomanía o de ambición, pero siempre veremos tras cualquier tipo de codicia enferma
un reflejo de la estupidez. También la comprobamos en obras como El rey
Lear, pero para llegar ahí hace falta mucho talento.
Lawrence Osborne
(Londres, 1958) nos trae ahora la estupidez humana llevada a un grado casi
increíble reflejada a través del juego en los casinos. En una primera reflexión,
uno puede sentirse tentado a considerar que le importa muy poco la suerte del
protagonista. ¿A quién le puede interesar la vida de un tipo que sólo aspira a
jugar a un juego de cartas en el que ni siquiera se precisa de la habilidad? El
tipo busca la suerte, que le condene o le enriquezca. Y el dinero sólo lo
quiere para seguir jugando, para que la apuesta que ejecute sea con un
montículo de dinero mucho más grande. Y, básicamente, en esto consiste la
novela, en aguardar la suerte del personaje, que no hace nada para creársela.
Sabemos que el origen de su fortuna, la que le permite viajar a Asia y
enfangarse en ese mundo que nos resulta tan ajeno, es inmoral; sabemos que la
adición es idiota; sabemos que ha querido cortar con cualquier atisbo de raíces
y que prefiere ser un individuo extraño en un país extraño, llamar la atención
por su apariencia a camuflarse. Y sabemos que perder dinero es para él una
forma de sublimarse, de llenar un vacío que, suponemos, sólo puede ser existencial,
aunque a medida que pasamos páginas podemos considerar que obedece a pulsiones
mucho más primarias, mucho más bajas, más animales. ¿Hay una lectura existencialista,
tal vez metafórica, en la novela? Los vaivenes del personaje están sometidos a
rachas, buenas o malas, como las de cualquier otro habitante de la Tierra. Sólo
que él ha elegido un mundo tan superficial, tan exótico, tan foráneo, que nos
resulta más alejado que el que se representa en las películas de ciencia
ficción. Damos por supuesto que existe, y Osborne se esmera en demostrarnos que
existe a través de detalles y descripciones del juego, del ambiente, de los
personajes peculiares que uno puede hallar allí donde suceden los envites.
Eso sí, a mitad de novela
se nos ofrece un apunte sobre la salvación, que, como no puede ser de otra
manera, tiene que ver con el amor. Y nuestro personaje termina por darle la espalda.
El problema de dar la espalda al amor es que cuando luego quieres recurrir a
él, porque te sientes miserable, el amor te ha dado la espalda a ti, y
seguramente al ser que querías haber amado y que estaba dispuesto a amarte.
Aunque uno no está seguro de si este personaje contiene en sí la suficiente
sensibilidad como para sentirse miserable. Ese exagerado nihilismo cruza toda
esta novela y nos deja, eso sí, muy preocupados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario