El hijo
Gina Berriault
Traducción de Blanca Gago
Muñeca infinita
Madrid, 2022
159 páginas
«Pero mientras narraba estas historias de héroes, allí tumbada
junto al niño, no se acordaba del hombre ausente, sino de la invasión del mundo
en su vida, y sentía un miedo placentero».
Uno quiere imaginarse que
él mismo es algo, lo que sea que se ha inventado, y trabaja para mejorarse
dentro de esa esfera que cree ideal para mantenerse a flote y seguir respirando.
Uno trabaja sobre lo que es, sin saber quién es realmente, aunque sólo sea por
la presión que recibe del exterior, donde se encuentran las expectativas que
tienen los demás para que defina quién es. Uno es lo que es, aunque ignore cómo
definirlo, y también lo que se espera que seamos. Y también lo que desearía
ser, que es, en nuestro interior, el criterio que se impone. Nuestra
protagonista, la joven madre de esta novela, llega a vagar tanto entre esas
corrientes, que será capaz de sentir un “miedo placentero”, una expresión que
es más una paradoja emocional que un oxímoron.
Seguiremos su recorrido
vital sumergiéndonos en varios momentos de su vida, en los que el eje, lo que
parece ser un sustrato permanente, es la presencia del hijo. Pero ni siquiera
la maternidad es una constante, si tenemos por constantes las cosas que
físicamente permanecen. Cuando todo desaparece, nos quedamos, eso sí, con
nuestros sentimientos. Sobre esos sentimientos es sobre los que se elabora el
relato, que nos habla de los dos grandes carburantes que nos mueven: los miedos
y los deseos.
«Nadie estaba tan cerca, tan cerca como para caminar hasta el
corazón de su intimidad sabiendo que toda la ira que pudiera sentir ella nunca
lograría hacerlo menos hijos, menos querido».
«Si acaso temblaba, sería de miedo por las cosas que empiezan,
por las heridas y los conflictos que empiezan; no temblaría de miedo por lo que
termina». Ese espíritu es el que la hace perseverar en su intención
de seguir viviendo. Pegado a la conciencia de estar siempre teniendo que
inventar una nueva vida, está el mito de la media naranja. La veremos
enamorarse y tener parejas sin amor, o con un amor matizado. Y comprobaremos lo
complicado que es, por no decir imposible, encontrar la felicidad descansada en
una relación, tal y como nos promete el mito. Ella se entrega, eso sí, pero
ninguna de esas puestas en escena de los sentimientos la evitará el malestar de
vivir. En realidad, esta mujer a la que comenzaremos a seguir en los años
cuarenta, se está preguntando qué es el amor, al comprobar las diferencias
entre los dos amores que se supone debe sentir: el filial y el enamoramiento.
Mientras va creciendo, nos preguntaremos por qué ese empeño en considerar que
somos los mismos, pasen los años que pasen, por qué empeñarnos en sentir que
somos los mismos, cuando ni siquiera mantenemos la misma edad, cuando a nuestro
alrededor la única constante es el cambio.
Todas estas reflexiones
brotan durante la lectura de El hijo, cuya solidez está en la depuración
de tiempos narrativos y la incomodidad que nos transmite sobre el hecho de
vivir. No será fácil para la protagonista, que es alguien en quien podríamos
reconocernos fácilmente. Y eso puede provocar un miedo placentero.
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