La tierra de Vallejo
John Gibler
Pepitas
Logroño, 2022
124 páginas
Acostumbrado a debatir,
uno termina por salir de sus casillas cuando se encuentra, una y otra vez, con
la misma respuesta, la de una consigna aprendida en un catecismo, la del pensamiento
único, la de los tópicos, los lugares comunes. Deberíamos preguntarnos, cada
vez que soltamos una jaculatoria que hemos recibido desde medios o púlpitos, o
desde la imposición social en la que debemos integrarnos para no resultar unos
parias, quién sale beneficiado de que pensemos así, bajo ese dictado. La
respuesta suele ser la misma: el más poderoso, que es el más malo. Decir, por
ejemplo, que todos los políticos son iguales, favorece la avaricia del peor de
todos ellos, o al menos favorece su integración en la sociedad y hasta el
perdón de los que quieren estar convencidos.
John Gibler (1973) es un
periodista que no quiere que se le reconozca por su origen, su lugar de
nacimiento, que viaja a Perú, a visitar los lugares donde vivió el poeta César
Vallejo, y termina enfangándose en conversaciones que sólo facilitan la labor
de colonización de los poderosos. Habla con personas, pasionalmente, y sólo
encuentra esas consignas que maldicen a quienes maldicen los poderosos, los más
malos, sin reparar en ninguna intención de ser crítico con las consignas, sin
mirar hacia la periferia, sin detenerse a pensar quién es el principal
perjudicado, que suele coincidir, aunque s-sólo sea por un cálculo basado en la
simetría, con el más desfavorecido. Uno va al viaje con toda la ilusión y
regresa con enfado.
Pero eso es sólo el capítulo
final. Este diario es un texto escrito al galope, con ritmo vivo, con
intenciones de expresar la inmediatez y no la reflexión profunda. Gibler se ha
desplazado hasta Santiago de Chuco, para intentar recopilar información en las
bibliotecas y los museos del lugar donde nació César Vallejo. Lo que allí se
encuentra es un desastre que podríamos calificar como kafkiano, si a Kafka se
le hubiera pasado por la cabeza que lo que mueve al mundo es la pereza. Como a
los personajes del escritor checo, a Gibler se le niega cualquier final por postergación
perpetua. Claro que él mismo confiesa que vivir parece consistir en repetirse
constantemente:
«En el camino venía pensando -otra vez- que a los cuarenta y
cinco años estoy haciendo básicamente lo mismo que a los veinticinco: vagar
solo entre cafés y hoteles baratos con libros y libretas».
A pesar de esta
inmovilidad, Gibler sigue construyendo su empeño, porque César Vallejo es una
leyenda. Y las leyendas sirven para educarnos, para mostrarnos modelos, los
modelos de compromiso y lucha por la justicia que le empujarán a rebelarse
contra los lugares comunes, que son propios de desalmados. Gibler nos muestra
que uno viaja para crecer y que uno lee para crecer. Y, mientras tanto, duerme
fatal. La solución pasaría por los somníferos, pero se pregunta, como en tantas
ocasiones, si el insomnio no ha sido el mejor amigo de muchos de los mejores
textos que se han escrito. Dejar de dormir para leer a César Vallejo, se nos
indica, es un acierto. Y todo ello dictado con un oficio de escritor que hace
que leer sea una tarea sencilla.
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