lunes, 11 de noviembre de 2019

LA CASA INTACTA

La casa intacta
William Frederick Hermans
Gatopardo
75 páginas

En la edición española de La casa intacta, una breve y brutal novela de Willem Frederik Hermans (Amsterdam, 1921- Utrecht, 1995), el lector recibe 60 golpes, al menos uno por página. Es una de esas historias –bendita traducción española de Gatopardo– que perdura: un relato sobre la locura y la risa macabra de la guerra que incluye la bancarrota moral de sus protagonistas. Cuando su batallón se desvía hacia una ciudad balneario, un soldado vencido y harapiento se encuentra solo en una casa grande y lujosa, que aparece como un respiro a su alrededor: la vana ilusión de que la guerra es simplemente un espejismo. El soldado, que es a la vez el narrador, se hace pasar por el propietario de la finca y proyecta sobre él su propia imagen. No es tan fácil salir de la propia cabeza y meterse en la de otra persona, aunque sí usurpar el papel del prójimo para seguir siendo uno mismo. Se ha visto en la espléndida película de Robert Schwentke, El capitán (2017), en Hermans cuenta en La casa intacta el horror de la guerra a través de un impostor que refuta el papel de la resistencia la que un soldado desertor del ejército alemán halla el uniforme abandonado de un oficial nazi y transfigurándose toma el mando de un campamento donde están recluidos otros prófugos. A partir de ese momento empieza a transformarse usando la autoridad que le proporciona su nueva identidad. Agua caliente, por fin. El impostor okupa se baña, duerme y despierta para darse de bruces con los nazis tocando el timbre en busca de hospedaje. El encuentro es tenso. Convence a los soldados alemanes de que la propiedad es suya y se presta a convivir con ellos, desesperado por ocultar su verdadera identidad y reacio a escapar del torbellino de la guerra. Si a partir de ese momento alguien pretende encontrar en el protagonista un atisbo de esperanza o de heroicidad frente al enemigo se equivoca. No lo va a conseguir. El narrador resulta un ser tan poco simpático como sus falsos huéspedes y el horror se desencadena alrededor de ellos. La casa intacta vio por primera vez la luz en 1951, cuando el discurso imperante en Holanda era el de la heroica resistencia antinazi. Leyéndola ahora no cuesta imaginarse el choque que debió suponer en aquel momento para los lectores la victoria del caos y de la bajeza frente a la altura ética que las epopeyas destinaban a los resistentes. A Hermans, que vivió la guerra y la ocupación apenas habiendo salido de la adolescencia, le interesaban más las desviaciones sádicas de la condición humana que el discurso oficial. Jamás se creyó las paparruchas sobre la unidad de los holandeses para combatir a los nazis. No todos fueron leales patriotas, por el contrario hubo colaboracionistas y aprovechados, como él mismo se encargaría de demostrar en el desenmascaramiento en los años setenta del economista Friedrich Weinreb, que se había lucrado vendiendo a sus correligionarios judíos falsas rutas para evadirse durante la Segunda Guerra Mundial. En el mundo salvaje y comprimido por la guerra de Hermans cualquiera puede disfrazarse pero resulta imposible salir de su propia enajenación mental para convertirse en otro. La empatía no existe en las situaciones límite. La casa que aparece al principio como una especie de oasis a salvo de la escabechina exterior es, al final, un pozo de inmundicia y violencia. Nada se mantiene a salvo, como escribe Cees Nooteboom en el epílogo, del “clímax pandemónico de locura, asesinato y destrucción”. En la misión sagrada del versátil escritor holandés –Hermans publicó ensayos, estudios científicos, poesía, cuentos y novelas– siempre estuvo fustigar las conciencias de los lectores con la verdad, que no coincidía con la versión interesada o paniaguada de los hechos con la que el establishment pretendía contentar a la sociedad. Se dedicó a combatir ese relato oficial, en el caso de la guerra utilizando las imágenes de la ocupación que habían quedado grabadas en su memoria juvenil.

Fuente: La Nueva España

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