La casa intacta
William Frederick Hermans
Gatopardo
75 páginas
En la edición española de La casa intacta, una breve y brutal novela de Willem Frederik Hermans (Amsterdam,
1921- Utrecht, 1995), el lector recibe 60
golpes, al menos uno por página. Es una
de esas historias –bendita traducción española de Gatopardo– que perdura: un
relato sobre la locura y la risa macabra de
la guerra que incluye la bancarrota moral de sus protagonistas.
Cuando su batallón se desvía hacia
una ciudad balneario, un soldado vencido y harapiento se encuentra solo en
una casa grande y lujosa, que aparece
como un respiro a su alrededor: la vana
ilusión de que la guerra es simplemente
un espejismo. El soldado, que es a la vez
el narrador, se hace pasar por el propietario de la finca y proyecta sobre él su
propia imagen. No es tan fácil salir de la
propia cabeza y meterse en la de otra
persona, aunque sí usurpar el papel del
prójimo para seguir siendo uno mismo.
Se ha visto en la espléndida película de
Robert Schwentke, El capitán (2017), en
Hermans cuenta en La casa intacta el horror de la guerra
a través de un impostor que refuta el papel de la resistencia
la que un soldado desertor del ejército alemán halla el uniforme abandonado de un oficial nazi y transfigurándose toma el
mando de un campamento donde están recluidos otros prófugos. A partir de ese momento empieza a transformarse usando la autoridad que le proporciona su nueva identidad.
Agua caliente, por fin. El impostor okupa se baña, duerme
y despierta para darse de bruces con los nazis tocando el timbre en busca de hospedaje. El encuentro es tenso. Convence a
los soldados alemanes de que la propiedad es suya y se presta
a convivir con ellos, desesperado por ocultar su verdadera
identidad y reacio a escapar del torbellino de la guerra. Si a partir de ese momento alguien pretende encontrar en el protagonista un atisbo de esperanza o de heroicidad frente al enemigo se equivoca. No lo va a conseguir. El narrador resulta un ser
tan poco simpático como sus falsos huéspedes y el horror se
desencadena alrededor de ellos.
La casa intacta vio por primera vez la luz en 1951, cuando
el discurso imperante en Holanda era el de la heroica resistencia antinazi. Leyéndola ahora no cuesta imaginarse el choque
que debió suponer en aquel momento para los lectores la victoria del caos y de la bajeza frente a la altura ética que las epopeyas destinaban a los resistentes. A Hermans, que vivió la
guerra y la ocupación apenas habiendo salido de la adolescencia, le interesaban más las desviaciones sádicas de la condición
humana que el discurso oficial. Jamás se creyó las paparruchas
sobre la unidad de los holandeses para combatir a los nazis. No
todos fueron leales patriotas, por el contrario hubo colaboracionistas y aprovechados, como él mismo se encargaría de demostrar en el desenmascaramiento en los años setenta del
economista Friedrich Weinreb, que se había lucrado vendiendo a sus correligionarios judíos falsas rutas para evadirse durante la Segunda Guerra Mundial.
En el mundo salvaje y comprimido por la guerra de Hermans cualquiera puede disfrazarse pero resulta imposible salir de su propia enajenación mental para convertirse en otro.
La empatía no existe en las situaciones límite. La casa que
aparece al principio como una especie de oasis a salvo de la
escabechina exterior es, al final, un pozo de inmundicia y violencia. Nada se mantiene a salvo, como escribe Cees Nooteboom en el epílogo, del “clímax pandemónico de locura, asesinato y destrucción”. En la misión sagrada del versátil escritor holandés –Hermans publicó ensayos, estudios científicos,
poesía, cuentos y novelas– siempre estuvo fustigar las conciencias de los lectores con la verdad, que no coincidía con la
versión interesada o paniaguada de los hechos con la que el
establishment pretendía contentar a la sociedad. Se dedicó a
combatir ese relato oficial, en el caso de la guerra utilizando
las imágenes de la ocupación que habían quedado grabadas
en su memoria juvenil.
Fuente: La Nueva España
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