Oficio de mirar
Antonio
Pereira
Pre-textos
Valencia,
2019
300
páginas
¿De
qué color es el espíritu de ese tipo que sale, cada día, al mundo con una
sonrisa detrás de la boca y piensa: a ver qué pasa hoy? Ese individuo es
Antonio Pereira (Villafranca del Bierzo, 1923 – León, 2009), uno de los mejores
cuentistas españoles de la historia, y la forma del viento que adopta su
postura ante el planeta está recogida en Oficio
de mirar, un dietario informal que acaba de publicar Pre-textos. Su estado
de humor permanente, nada irónico y con un tono socarrón muy amable, de baja
intensidad, sin decaimientos, pervive también en estos textos, escritos a salto
de mata, cuando la ocasión le impone las palabras, las reflexiones. Pereira destaca
como un observador perspicaz, un registrador de lo común, a lo que sabe extraer
el partido que conviene para construirnos un presente del que quedan excluidas
las agresiones. Aunque solo sea por eso, este escritor se merece la corona de
laurel.
A
lo largo de los días que se reflejan en el libro, que recoge textos desde 1970 hasta
el año 2001, comprobamos que se trata de alguien que entiende que está invitado
a existir, y además es invitado con frecuencia por amigos y conocidos, y que se
emociona con la hospitalidad. Incluida la hospitalidad del planeta Tierra.
Todos los que circulan por sus días y por sus páginas son seres de los que aprender
que este viaje, pues son los viajes los que facilitan que los resortes
creativos que dan lugar al dietario se pongan en marcha, se hace en un vehículo
que se va llenando de regalos emocionales. Con su estilo casi perfecto,
depuradísimo y bien macerado, Pereira nos habla desde la concordia, con
serenidad. A veces uno se pregunta si se tratan de las reflexiones de un hombre
maduro, o de un anciano, que ya no precisa rendir cuentas con nadie, que
practica, en contra de la costumbre, esa pose de estar de vuelta, pero, a
diferencia de la mayoría, habiendo ido previamente a muchos lugares. Aunque es
más probable que nos encontremos frente a un talento de la naturaleza, frente a
una persona que nació con una virtud genética, la que le permite asumir, desde
el principio, cuál es su papel en la literatura y cuál es el papel de la
literatura en sus días. Algo que significa que sabe separar el trigo de la paja
y dejar que las pequeñas cosas se las lleve el viento.
En
buena medida, estamos frente a un autor machadiano: es bueno en el buen sentido
de la palabra bueno. Su sabiduría se destila en una actitud básica: si uno pone
resistencia frente a los acontecimientos que nos arrollan, generará más dolor.
Así pues, la rebelión debe venir en términos humanos, en esencias casi
personales, en las relaciones directas con los demás, con los pasos y con los
lugares. Todo parece significativo, pero todo es sencillo, llano; todo adquiere
las dimensiones que es capaz de manejar el ser humano. No hay excesos en el
mundo que percibe Pereira y, de este modo, la amabilidad se impone. Como se va
imponiendo el amor por la literatura y esa otra gran virtud que en el alma de
Pereira se iguala con la literatura, y hasta se siente la tentación de identificarla
como la misma cosa: la amistad. Y solo puede haber amistad, como solo puede
haber literatura, si uno es sincero.
En
el talento de Pereira de nuevo se produce un extraño vínculo, esta vez entre
humor y sinceridad. Y es que para ver, pues repetimos que se trata de un gran
observador, Pereira se vale de ambos para auparse por encima de los muros,
reales y metafóricos, que hemos ido construyendo. Y lo que ve, lo que al menos
separa como algo con valor (en el doble sentido del término) de lo que ve,
siempre son sucesos y gestos que le producen alguna de las múltiples versiones
del cariño. Uno siente, durante la lectura, que bien podría ser otro Pereira,
pues este gran escritor parece querer desacralizar esa figura demasiado solemne,
que es con la que representamos a los intelectuales. Pereira pretende, y
consigue, ser uno más de nosotros. No importa que le acompañen Cela o Borges,
pues él permanece fiel al hombre de Villafranca del Bierzo que vivía del
comercio de productos electrónicos.
Y
además era un poeta con un proyecto literario nuevamente sencillo, envidiable: “la
poesía es una emoción recordada”. “Creo que cultivo la brevedad como una opción
literaria porque soy un hombre cortés”. Y a los lectores no nos cabe ninguna
duda: sus escritos contienen tanta cortesía como se pueden permitir las
emociones recordadas.
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