No le hagas preguntas a la tristeza
Jesús Aguado
La línea del horizonte
Madrid, 2019
191 páginas
Debo empezar confesando que este libro no es la labor de un erudito. No soy experto en tribus de la India ni entiendo ninguno de sus lenguajes. Si me apuran, me confundiría, estoy seguro, a la hora de situar geográficamente muchas de ellas. Son cientos —solo en el área que comprende los estados de Bihar, Bengala y Odisha se contabilizan casi cien grupos tribales distintos— y suman una población aproximada equivalente a la de España. Las más importantes, como la de los Santal o los Kondh, tienen cuatro y un millón de miembros, respectivamente, pero hay algunas en claro peligro de extinción de las que sobreviven apenas unos cientos de personas.
Mientras predominó la creencia de una protohistórica invasión aria de la India, se les bautizó como adivasis, que significa «primeros pobladores»; cuando más adelante varios historiadores indios pusieron en duda esa posibilidad, se les pasó a llamar vanvasis, «habitantes de los bosques». En el Mahabhárata, la gran epopeya de la India, se menciona, entre otros, a los kiratas, una tribu de cazadores que vivía en las montañas. Pero todo esto, en efecto, es solo historia, ya que su presente es cualquier cosa menos alentador, entre otras razones porque esos bosques o montañas o esa caza, que han constituido la base de su economía desde tiempos remotos, están desapareciendo por la voracidad insana de un modelo de civilización moderna que, lo confiese o no, les considera un estorbo. Como la mayoría no tienen escritura y además están siendo, o desplazados por las exigencias bulímicas de la industrialización y la superpoblación —presas gigantescas como las del Narmadá (contra las que tiene escritos rotundos, y publicados en nuestro país, Arundhati Roy), que les obligan a abandonar sus selvas para consumirse en los arrabales de las grandes ciudades—, o aculturadas a pasos de gigante, pues no se pueden defender ni casi protestar. En la misma India es difícil encontrar buena bibliografía sobre sus tribus —casi toda la disponible son estudios sociológicos y antropológicos basados en una metodología obsoleta, espectaculares libros de fotos que apenas «cuentan» nada o los viejos manuales o diarios de los misioneros, algunos ejemplares como los de Verrier Elwin pero la mayoría manipuladores hasta la náusea—, lo cual no deja de ser un síntoma de lo relegadas que están en la práctica. La constitución las protege en teoría, junto a las castas más desfavorecidas, asignándoles una cuota en las escuelas y universidades o los trabajos estatales, pero los hechos hablan más bien de desidia, indiferencia y abandono. Su legado cultural está solo preservándose a cuentagotas, más fruto del azar y del entusiasmo de algunos individuos particulares que gracias a una voluntad firme y organizada de los políticos o las instituciones. Lo de siempre.
Mi interés por las tribus de la India, y más en concreto por sus poemas y canciones, me lo despertó la lectura del libro de Sita Kant Mahapatra que se cita en la breve bibliografía orientativa que se incluye al final de esta introducción, The Awakened Wind. Desde entonces he buscado más material y alguno he encontrado, pero la mayoría está descatalogado, ausente de las bibliotecas —al menos las que yo he consultado— o es inexistente.
Estos poemas supongo que fuera de contexto
dicen otra cosa que alrededor de una hoguera, como
canción de trabajo, en la pedida de una novia, como
entretenimiento de un día de mercado, como sortilegio
contra los malos espíritus, como broma o acertijo para
pasar unas horas antes de acostarse. Muchos de sus gui-
ños y de sus símbolos se pierden si no eres de allí, aunque
eso también le pasa a un Lorca traducido, pongamos,
al bengalí o a un Eliot vertido al chino. Lo que queda,
sin embargo, es lo que podemos asimilar e incorporar a
nuestras células, a nuestra visión del mundo, a nuestro
ser y a nuestro estar: lo que queda es lo traducible a
nuestros modos de tratar con los misterios insondables y
con la realidad cotidiana. Muy poco, porque eso no nos
hace viajar al corazón de lo que ellos son, al centro de
sus poblados, y demasiado, porque apenas les atendamos
desatendiéndonos, un segundo después de concederles
la palabra y callarnos nosotros, nos encontraremos de
pronto en un lugar desconocido y lleno de preguntas
para las cuales ninguna de nuestras respuestas habituales
nos servirá.
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