Teoría de la gravedad
Leila
Guerriero
Libros
del Asteroide
Barcelona,
2019
196
páginas
El
estado natural del alma es la duda. El dilema de Hamlet sigue siendo el humus en
el que echamos raíces: “lo que más amamos, y lo que mejor nos ama, es, también,
lo que mejor nos aniquila”. La paradoja, la aporía, el oxímoron, la
contradicción, lo extraño dentro de lo que somos y lo que somos de cara al
exterior, forman la esencia de estos textos de Leila Guerriero (Junín, 1967)
que ahora recopila Libros del Asteroide
bajo el título Teoría de la gravedad:
“La única salida de emergencia es la que llevamos dentro”. Y así descubrimos, o
redescubrimos, la cara B de esta cronista que nos ha acostumbrado a indagar en
lo dorado y lo sacrificado de las personas, a través de unos perfiles tan
potentes como hermosos, incluso en la derrota. Y esta cara B resulta ser un escrutinio
hacia el interior, hacia ella misma o hacia quien cree que pude ser ella misma,
hacia los temores y hacia los deseos, que son la sustancia de la que están
hechos los sueños.
Si
algo caracteriza y unifica a estos textos es el coraje. Y en este caso, para
continuar con las paradojas, el coraje resulta casi sinónimo de poesía.
Guerriero escribe como una forma de resistencia, convencida de que leer y
escribir son balsas en una tormenta, naves pequeñas pero lo bastante sólidas
como para salvarnos la vida: “Siempre preguntan lo mismo: si a uno, periodista,
no le da miedo hacerse daño escuchando las historias dolorosas de la gente. A
mí no. Lo que me da pavor es la escritura, ese bicho inhumano”. Inhumano, sí, y
por esa misma razón capaz de llevarnos hacia la superficie y mantenernos a
flote, una actitud que difícilmente somos capaces de llevar a cabo por nuestras
virtudes intrínsecas. De ahí ese afán de remontada que se va desplegando en el
aliento del lector a medida que vamos leyendo las columnas aquí recogidas:
todavía tenemos un lugar hacia el que ir, todavía podemos navegar en el tifón
sabiendo que hay una isla, la literaria, con las costas amables incluso en la
desdicha.
Por
esa razón Guerriero jamás pierde de vista el lenguaje, que es el instrumento
del periodismo, de la literatura, de la comunicación y una de las herramientas
más baratas y universales que nos permiten acercarnos a la belleza: “La ciudad
estaba envuelta en una luz puritana, de lentitud enferma (…). Había una luz
espectral, el sol como un ojo ciego, blando”. Para los amantes del lápiz les
hacemos una advertencia: en este libro hay mucho, muchísimo que subrayar.
Porque no es difícil encontrarse, en la memoria de la autora, la memoria
propia. De hecho, da la sensación de que la memoria lo es todo para Guerriero,
y ese todo incluye un estado emocional, la gran mayoría de los estados
emocionales, pero también a la persona: parece mentira que por muchos devaneos sentimentales
que nos sacudan, nos empeñemos en seguir siendo siempre la misma persona. Eso
es lo que caracteriza lo que ella denomina, en algún momento, como el río dentro de mí: “la vida no es la vida
sino una patética declamación de buenas intenciones, una renovación del permiso
de postergarlo todo, una fe idiota en que nunca será demasiado tarde para nada”.
A pesar de lo cual, ella se empeña en demostrar que sí, que merece la pena la
resistencia, agitar los pies para no hundirnos en el Maelstrom, porque, como
refleja citando a William Faulkner: “Entre la pena y la nada elijo la pena”.
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