La analfabeta
Relato autobiográfico
Agota
Kristof
Traducción
de Juli Peradejordi
Alpha
Decay
Barcelona,
2015
57
páginas
9,90
euros
La
escritura congelada
Son
escasísimos los autores cuya lectura nos hace pensar que comenzaron su obra en
el año cero de la era literaria. Agota Kristof (Csikvánd, Hungría, 1935 – Neuchâtel,
Suiza, 2011), pertenece a esa generación que se ha ido multiplicando, sin orden
ni concierto, a lo largo de la historia y del planeta. Autora de una de las más
desconocidas obras maestras del siglo XX, El
gran cuaderno, obra que continuó hasta completar la trilogía Claus y Lucas, Kristof posee el mejor
estilo desnudo de la frase corta, de la pegada larga, esa que deja al lector
con resaca. Su estilo se debe, como cabe concluir de esta recopilación de
breves apuntes autobiográficos, a que la lengua en la que escribe, el francés,
le vino impuesta. Se debe a esa sensación exagerada de no ser dueños de nuestro
destino, ni siquiera a la hora de escoger qué libro leer. Lo cual, tal y como
desarrolla sus relatos, sin tomar partido, no es ni bueno ni malo. Como comenta
Josep María Nadal Suau en el prólogo, el tono en que escribe delata a quién se
dirige el escritor. Y en el caso de Kristof, esa elección, que es y no es
voluntaria, nos lleva a concluir que se dirige a un vacío que es nuestro. Y,
por tanto, si en nosotros hay vacío, tampoco existen las conclusiones morales.
Pero
siempre está presente el miedo como motor que mueve al mundo, por encima de
cualquier otra sensación. La anemia de los capítulos así lo corrobora. Como
también corrobora su falta de cobardía a la hora de afrontar cada episodio con
una objetividad helada: “fiscaliza cada palabra para que nada resulte
sentimental, fantasioso o inexacto”, escribe Nadal Suau. Kistof nació en
Hungría en 1935 y tras atravesar la Segunda Guerra Mundial y el régimen
prosoviético, con apenas veintiún años y ya siendo madre, dejó atrás su patria,
que como va dejando expresado a lo largo de este puñado de páginas, se
representa en su lengua. De esta manera, queda un poso a ignorancia de
identidad en su obra, un deje de agonía sin llanto. No hay raíz, pero tampoco
mentira. Todo es puro esqueleto.
El
libro comienza con la infancia, con el despertar intensísimo de los sentidos,
con la percepción del mundo que compagina con la perfecta inutilidad de la
lectura, porque en ella los sentidos no nos desgarran. Posteriormente incorpora
la imaginación, que es un beneplácito como oyente, pero también un arma cargada
de crueldad a su disposición. Al llegar a la adolescencia, en un internado,
consigue igualar la objetividad desnuda con cierta ferocidad, y el silencio con
la escritura; consigue transmitirnos que en los peores momentos, la nostalgia
de la memoria es un muro que ciega el futuro. Con la presencia en esos años de
la pobreza, Kristof se da cuenta de que la risa es una evasión, pero que en las
evasiones no todo es alegría. Para a continuación exponer lo que supuso para
ella la primera impresión del exilio, ese cambio de lengua que desconoce si es
una pérdida de identidad; suponiendo que la identidad sea la infancia. La
muerte de Stalin sugiere un capítulo en el que a través de la lectura de Thomas
Bernhard, uno se pregunta qué clase de vida existe dentro de lo puramente
literario. Después cruza la frontera, la tierra de nadie y por tanto una
cosecha para el olvido. En su primera etapa como emigrante, las únicas
certidumbres que la acompañan son la escritura y la conciencia del desarraigo.
Porque aunque las cosas vayan bien en el exilio, este no deja de ser un
desierto, y el desierto es el escenario simbólico de la soledad. Hasta que
encuentra en la literatura algo que le reconforta, aunque siempre con esa
impresión de momento de agonía congelada que existe en todos sus libros, con
esa verosimilitud sin lógica y tal vez sin equilibrio ético. La única vía de
fuga que hasta ahora había dejado al lector la literatura de Agota Kristof, era
la de salir del cuadro para reflexionar que aquello era una ficción de una
aspereza onírica. Mientras que ahora, en esta puerta abierta a su vida, ya no
cabe esa distancia. Kristof calificó La
analfabeta como una serie de redacciones escolares. En esta ocasión, y en
contra de lo que viene siendo la educación formal, acudimos a la escuela para
aprender.
Fuente: Revista de letras
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