viernes, 27 de octubre de 2017

MORIR

Morir

Arthur Schnitzler

Traducción de Berta Vías Mahou
El Acantilado
Barcelona, 2004
147 páginas
12 euros

La enfermedad invisible


Desde hace años la editorial El Acantilado viene recuperando las obras de autores fundamentales, en ocasiones valiéndose de traductores tan cuidadosos como Berta Vías Mahou. Y uno de sus favoritos, uno de los más sugestivos, es Arthur Schnitzer, que ya había dado muestras de sus conocimientos de los laberintos y retortijones de las pasiones humanas, así como de la tipología femenina, en obras como Teresa o La señorita Else, a las que viene a añadirse Marie, la verdadera protagonista de Morir, pese a que no es ella, sino su pareja, quien está condenado a morir. Dos datos ocultos confieren a esta novela corta un grado de extrañamiento que aporta cierta intriga: el primero que no se confiesa el vínculo de compromiso que ata a la pareja, apuntándose cierta ligereza característica de una burguesía caprichosa, con lo cual suponemos que no son nada más que novios juveniles, pues tampoco se define la edad de los protagonistas, aunque sí cierta falta de madurez sentimental; y el segundo es la naturaleza de la enfermedad que acosa al egoísta Felix, un tipo en el que no queda más resquicio de dignidad a la hora de hacer frente a su destino que ciertas dudas sobre el trato a su amada, sujeto a cambios de humor infames por culpa de su victimismo.
La auténtica enfermedad que inunda la novela no es la que, desde la primera página y sin ocultar la fiebre psicológica de los personajes, provoca las reacciones de compasión o miedo, de esperanza (“alevosa y aduladora”) o dolor, de envidia y tristeza, de los personajes, sino la tortura de la relación. Schnitzer, quien parece haber leído bien a Spinoza pues interpreta los sentimientos antes enumerados como cargados de una tristeza opuesta a la razón y por tanto causante de infelicidad, hace actuar a sus personajes ante nuestros ojos, partiendo de los detalles de sus actos, de sus gestos, movimientos, del brillo de sus ojos o del sentido que cobra cualquier expresión, todo hipertrofiado porque no deja de pasar desapercibido el horror de un augurio: el de saber cómo será la muerte de uno mismo. Aunque el narrador acompaña a los personajes principales todo el rato, son escasos los momentos en los que se ve obligado a recurrir a penetrar en el interior de sus almas para que nos pueda explicar cuáles son los sentimientos que Schnitzer, un médico a quien Freud consideraba su alter ego, manipula con desenfado y acierto, como por ejemplo en esas ocasiones en que Felix azota hasta el llanto a su amada maldiciendo su suerte, escenas que terminan con los dos acostados bajo las mismas sábanas. Así, cada frase que cada uno de ellos pronuncia, cada uno de sus actos, buscan provocar un tipo de reacción en el otro, más meditadas las de ella, sujeta a la tortura de saber que se sentiría culpable en caso de abandonar a un moribundo, más viscerales las de él, preso de “un miedo sin nombre” que le convierte en un tirano capaz de recordarla a ella su desdicha en los momentos en que la ve alegre.
La novela transcurre a lo largo de un año, desde que Felix conoce su suerte y, sin perder tiempo, se dirige al encuentro de Marie para, en una actuación autocompasiva de una falta de entereza lamentable, compartir con ella su lástima. A partir de entonces, a estos dos miembros de una sociedad burguesa y, vista a fecha de hoy, decadente, se les desordenan los instintos, se debilitan de modo que, como un péndulo, se debaten entre el amor y la muerte, y, en el caso de Marie, entre recuperar la alegría de vivir y afligirse por la fatalidad.
En muchas ocasiones, durante la lectura de esta loa a la contradicción del ser humano, el lector siente la tentación de meterse dentro de la novela y arrastrar a Marie fuera de ella. No cabe mayor elogio.


Fuente: Tribuna/Culturas

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