Toda una vida
Robert
Seethaler
Traducción
de Ana Guelbenzu
Salamandra
Barcelona,
2017
139
páginas
Si
en Seda, de Alejandro Baricco, la
expresión de libertad venía representada por el viaje, el viaje lírico, en Toda una vida, que comulga en buena
medida con Seda, son las montañas,
paisaje que simboliza el aire libre y también el misticismo. A lo alto de las
montañas han subido monjes, profetas y Jesucristo para pronunciar su sermón de
las bienaventuranzas. En los valles florecieron monasterios y pagodas, y en las
laderas, en las cuevas, se refugiaron los anacoretas, los gurús y mucho antes
los hombres de las cavernas, que dejaron su impronta en las paredes. Esa es la
montaña en la que vive Andreas Egger, la montaña por excelencia, la montaña
alpina, la de los bosques y cimas nevadas, el protagonista de esta bella
novela. A lo largo de las breves páginas que ocupa el relato, no solo asistimos
a su vida, en una sucesión de apuntes, seleccionando los momentos más
significativos en nuestro paso por el mundo, aquellos que nos distinguen de los
peces: la amistad, el cariño, la pérdida, la guerra, la transformación, la
destrucción, la adaptación y, por encima de todo, el tiempo. Junto a Egger, el protagonista
de la fábula es el tiempo, que corre a una velocidad a la que nos resulta
imposible adaptarnos.
Enamorado
del paisaje, Egger, lisiado desde niño, se convierte en un experto conocedor de
la montaña y el valle donde habita. No precisa de más mundo, porque en cada
amanecer, en cada paseo, encuentra un detalle precioso que justifica seguir
viviendo. Ama y se casa, trabaja en una empresa que tala el bosque, sin saber
lo que está destruyendo, y luego construye los teleféricos para una estación de
esquí. Deja de ser cazador para ser un empleado. Y parte de la montaña se
deforma, hasta el punto que una anomalía creada por el hombre destroza su vida.
La imposibilidad de regenerarse le lleva a querer alistarse en los batallones
nazis para ir a combatir al frente ruso. Su edad y su físico le impiden acudir
en primera instancia pero, ya sabemos, el ejército del Reich tuvo que utilizar
a todo lo que tenía dedos suficientes para apretar un gatillo. Pasó meses en un
campo de concentración y regresó a su tierra. El entorno sigue siendo rudo, muy
rudo, pero las condiciones van mejorando a medida que va llegando el dinero del
turismo. Sus habilidades le sirven para ganarse la vida ejerciendo de guía,
pero reniega de la otra parte que podría conseguir: la sensación que da es que
no quiere soltar esa parte de su pasado, en la que se alumbraba con velas y
dormía sobre lechos de paja. Y así se produce el contraste entre lo que desea
ser y el mundo, que no entiende.
Para
el lector, la dificultad de adaptarse a unos tiempos que corren vertiginosos es
una metáfora de su mejor momento. Todos tenemos un instante precioso del que no
nos gustaría haber salido. Egger fue maltratado en su infancia en los Alpes,
cuando le adoptó su tío. Pero recibió la bendición de un breve amor, lo
suficientemente fuerte como para conservar la ilusión de que algún día
regresará ese sentimiento tan intenso. En cierta medida, ese instante es una
maldición, porque sabemos que jamás retornará algo semejante. Pero la costumbre
animal de seguir respirando nos obliga a vivir con el deseo, no con la
realidad. De eso trata esta breve novela.
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