viernes, 5 de enero de 2018

PRECOZ

Precoz

Ariana Harwicz

Rata Books
Barcelona, 2016
100 páginas
Esta es una de las cosas que uno hace para huir: no escribir su destino ni intentar que haya orden en él. La escritura se desata y tomando forma a medida que transcurre el tiempo y, curiosamente, uno se encomienda a la par a Dios y al Diablo para que lo escrito merezca la pena. En un tiempo de vanguardias, se hablaba de la escritura automática y se valoraban los hallazgos que de ella salían, al igual que se valoraban los objects trouvées de Picasso o Miró, o los fallos de montaje en películas francesas que se consideraron osadías artísticas y se llevaron de calle algún festival de renombre. La primera impresión de esta novela breve, brevísima, es que Ariana Harwicz regresa a ese experimento, pero con una intención. Lo que ocurre es que la intención tendríamos que descubrirla al final de la obra. Sin embargo, hay recursos que se pueden reconocer y nos dan la idea de que esta huida, pues de huida se trata, está montada sobre un plan.
Lo primero a lo que uno presta atención es al falso flujo de conciencia. Porque la narración no cesa de entrar en la cabeza de los narradores, pero con la misma frecuencia sale para exponer. Este juego de interior y reflejo exterior se mantiene menos perceptible, dado que no se permite un plano general. Cada frase, cada adjetivo, cada metáfora, cada objeto es un detalle. Y todos los detalles orbitan en el alrededor inmediato de los narradores. Hay un egoísmo confeso y un solipsismo inevitable. Solo conocemos lo que podemos ver de cerca. Y lo que sea que se nos arrime, nos provoca odio. La novela es visceral. Y las vísceras, por norma general, o no saben decidir lo que es mejor para uno, o se manifiestan en los momentos miserables, destructivos. Las imágenes que crea, son por momentos inauditas. La idea desencadenante, la de ser madre como locura, también. De esta manera, los personajes cuyas voces se alternan, son lo que es necesario ser en cada segundo. Se ven a sí mismos y se extrañan. La impresión es la de una narración con daños cerebrales o con asociaciones provocadas por el LSD. Pero no se nos permite entrar de pleno en la obra, se nos obliga a mantener la distancia, a tener conciencia de que estamos leyendo, no participando, no observando. Porque este no es nuestro mundo o no es el mundo que realmente queremos, aunque sea el que practicamos: “Yo hubiera sido una buena toxicómana, una buena beatnik, si no fuera porque vengo de una familia con clase y desconectada de los sucio donde papá y mamá hablaban en la mesa y hasta se miraban. Si no fuera porque acariciaban a los animales domésticos y elogiaban mi belleza. La belleza de la juventud que no da opción, los demás la quieren, tenés que ofrecerla. No vale no adornarte, no vale no quedarte a la luz, ¿conocés a alguna joven bellísima que trabaje en un sótano?”.

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