martes, 16 de enero de 2018

EL PLACER DE CONTEMPLAR, MATERIAL RODANTE, EL ÁRBOL

El placer de contemplar
Joaquín Araújo
Ediciones Carena
Barcelona, 2015
102 páginas

Material rodante
Gonzalo Maier
Minúscula
Barcelona, 2015
113 páginas

El árbol
John Fowles
Traducción de Pilar Adón
Impedimenta
Madrid, 2015
104 páginas

Tres cánones del amor

Durante la visita a este territorio que llamamos planeta Tierra, al territorio  orgánico original, al que suman átomos y átomos de naturaleza, el viajero con alma de gran rey sólo puede atenerse a una norma de convivencia, y esta es hablar el idioma del silencio. Y como bien sabe Joaquín Araújo (Madrid, 1947), el silbo de los pájaros en la madrugada es más silencio que el silencio unívoco de lo insonoro. Para no desmoralizarse en un terreno de ruidos, Joaquín Araújo es consciente de que el equivalente al silencio de las auroras, el equivalente creado por el hombre, es la poesía. Algo que no necesariamente tiene que venir envasado en verso. Hay poesía en las películas de Kim Ki Duk, por ejemplo. Una vez eliminada de la ecuación cualquier tipo de fritanga de vehículos a todo trapo, ruido de sables en las pantallas o neones de colores imposibles que tapan la codicia de la caja registradora, queda la reseña del silencio, que es a lo que está dedicado este libro, El placer de contemplar (Ediciones Carena), estas breves páginas escritas por Joaquín Araújo, en forma de prosa, o de aforismo o de haiku, hablan de la luz y los ojos como un mismo ser. Y del bosque como fuente de reconocimiento de los espacios de silencio. Habla de la otredad, es decir, de nuestra conciencia de que también somos los otros, de ahí la abundancia de aliteraciones que recrean sonidos de la naturaleza: los que todos escuchamos cuando escuchamos el silencio. Somos nosotros y nuestro exterior inmediato, somos uno y el universo. Somos hedonistas en el sentido en que el egoísmo implícito en el hedonismo ayuda a recrear la pasión, gracias a la cual la vida cobra sentido. Para Araújo la pasión es sensibilidad, una manifestación activa de la contemplación que equivale a actividad, a actitud. Su forma de contemplar, de escuchar, tiene mucho de todo lo bueno que esconden las enseñanzas que atravesaron la ruta de la seda para venir en paz desde oriente.
Aunque si Araújo nos muestra la versión del hombre sereno, casi anciano, el joven escritor chileno, Gonzalo Maier (Talcahuano, 1981), compone en su tan breve como excelente Material rodante (Editorial Minúscula) una joya del extrañamiento de la juventud. El narrador no enfoca a mundo para destilar poesía, sino que se centra en el microcosmos desde el que debería extraer conclusiones acerca de lo que es el mundo. Se supone que la experiencia propia es extrapolable, aunque dicho atrevimiento peque de solipsismo. Es un joven que proviene de las antípodas quien viaja, a diario, en un tren en el que nadie habla el idioma que le hace ajeno. Así es como el narrador se transforma en un gran observador. Y su capacidad le lleva, inevitablemente, al spleen moderno, al reflejo de la angustia de lo cotidiano, esa de la que no somos capaces de sentir la más mínima traza de tan integrada como está en nuestros pulmones. El tedio es tiempo, o la conciencia de que existe el tiempo, su transcurso, su viaje. Y esta emoción da pie a un texto que toma la forma de flujo de conciencia, a una digresión que deja de ser conciencia para ser una suerte de erudición de lo inútil: todo se borrará porque nuestros caprichos son intrascendentes porque casi no existimos.
El narrador se mimetiza, para adoptar el valor más preciado de todo viajero. Y cuando se mimetiza se autoevalúa bajo la premisa de reconocer qué película trata de representar. Observa abrazando una lata de cerveza para concluir que el neón y el capitalismo son una pareja perfecta, que en cada parada hay una máquina que vende, que el apocalipsis está a la vuelta de la esquina, una conclusión a la que han llegado todas las generaciones desde que existe registro narrativo, aunque sea oral.  Todos hemos talado los árboles para luego echar de menos el bosque. Y al caer en la cuenta percibe que revive una sensación vieja que olvidamos de vez en cuando; mientras tanto se produce la espera, que es un deporte psicológico de largo aliento.
Así se ve acompañado por gente que son lugares comunes, que dan vueltas a la página del diario o miran el paisaje con cara de pavo: una aspiración hermosa por lo ingenua. Como por ejemplo esa mujer que trabaja en el banco y se arrepiente de su decisión, y el arrepentimiento la empuja a sentirse sola y ridícula. Y así un día tras otro, en un viaje urbano repetido que huele a polvoriento libro de rezos.
Abandonando a la gente, John Fowles  (Leigh-on-Sea, 1926 - Lyme Regis, 2005) persigue al bosque como entorno metafórico en el breve pero preciso texto titulado El árbol (Impedimenta). Ya no hay personas ni entornos urbanos. Ahora lo presente comienza siendo la memoria. Desde los árboles de la infancia, unos manzanos que su padre mimaba en un terreno ajeno a la fertilidad, el arcilloso jardín de una casa incrustada en la urbe, hasta la descripción de un paseo por el bosque, donde repite sensaciones que podrían resumirse en una intensa tranquilidad inocente. El contrasentido de aquellos árboles da pie al nacimiento de la pasión por la historia natural, por el campo, por el reflejo de sus bondades que cada vez que añora le hacen retornar a los senderos. Y así Fowles va desgranando las virtudes de la naturaleza, cuyo gran emblema son los árboles que crean diversos tiempos, desde el denso y abrupto, al calmado y sinuoso. Pero nunca mecánico, nunca monótono. Como si resultó ser su vida viajando por varias ciudades, en las que siempre se sintió dominado por la sensación de exilio cotidiano.
De modo que la relación que establece con la naturaleza se aleja de los valores científicos. Destila una cierta fitosociología, un término que probablemente el autor desconozca, una palabra espantosa que nos aleja de la preciosa inutilidad, del acontecimiento, del placer estético. Fowles incluso vincula su relación con la naturaleza, con los árboles, a la que mantiene con la literatura, otra preciosa inutilidad. Y en ninguno de los dos casos se arrima a la solución por lógica, por ciencia, por el mismo motivo por el que considera que un manual sobre sexo jamás será un ars amoris. Pero sí descubre, como por casualidad, que en los anales de la narración el bosque estaba presente. Significaba aventura y significaba búsqueda. Para pasar siglos más tarde por la misma oscuridad por la que transcurrieron tantas cosas en la Edad Media. Hasta llegar al hombre de ciudad. Y una ciudad geométrica hará gente geométrica, en tanto que una ciudad inspirada en el bosque hará seres humanos, nos advierte. Al igual que nos advierte de que la verdadera amenaza que puede traer este milenio en el que ya estamos inscritos, radica en nuestro creciente desapego emocional e intelectual de los espacios naturales.

El árbol es un bello texto sobre la memoria y los pequeños viajes, que son los paseos, que no debería pasar desapercibido.

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