domingo, 3 de diciembre de 2017

ASESINATO EN AMÉRICA Y CINCO VIAJES AL INFIERNO

Asesinato en América
Simone Barillari (ed.)
Varios traductores
Errata Naturae
Madrid, 2011
349 páginas

Cinco viajes al infierno
Martha Gelhorn
Traducción de Ana Guelbenzu
Altaïr
Barcelona, 2011
335 páginas


Reportaje contra memoria

Para algunos defensores del periodismo como género literario, este oficio está vinculado con la necesidad de explicar el mundo, con lo verosímil, con lo real. El periodista daría testimonio, pero su testimonio estará condicionado por un afán de escrutar las razones de los sucesos. Dado que los sucesos reseñados por los periodistas son, en su gran mayoría, de índole negativa, atentados económicos contra la humanidad o delitos de sangre, cualquiera puede suponer que un periodista está investigando, a lo largo de su vida técnica, sobre las razones del mal. En este sentido, cabría decir que el libro de cabecera del periodismo tal vez debería ser la novela de Stevenson, El doctor Jeckyll y Míster Hyde, o al menos debería ser la llave de contacto que ponga en marcha su proyecto profesional y en ocasiones literario.
Las piezas que reúne Simone Barillari en Asesinato en América podrían responder, con pulcritud, a dicho proyecto: ¿qué empuja a dos adolescentes a celebrar una matanza en un instituto?, ¿cómo es posible que la multitud se enardezca hasta el extremo de disfrutar con un linchamiento?, ¿cuál de todos los capítulos de su vida lleva a un hombre hosco a convertirse en un francotirador, en un asesino gratuito?

Y todos estos reportajes están condicionados por los factores intrínsecos a la comunicación periodística: utilizar un lenguaje asequible para todo el mundo y una estructura sencilla, a ser posible lineal y cronológica, al tiempo que se atrapa al lector. Y resolver algo tan complejo como escribir sencillo y con solvencia en un lapso de horas, e incluso de minutos es un reto literario desde el instante en que la literatura es comunicación. Es posible que sea esa inmediatez, la conciencia de esa inmediatez, lo que lleva a valorar con mayor ahínco estas ocho piezas de tan diversos planteamientos.

El atrevimiento del periodista en la investigación del delito sustituye, de alguna forma, al conflicto como fundamento de la ficción. Al menos en lo que atañe a la estrategia para captar interés, que en el caso de la literatura periodística deja de ser un deseo para convertirse en una obligación. De ahí que ocupar un volumen con Los grandes delitos de la historia norteamericana, como reza el subtítulo del libro, sea una trampa sensacionalista, al tiempo que valora una labor que pretende acercarse a la forma del mal más terrible, la que no respeta la vida humana.

Curiosamente, la evolución de las piezas reunidas representa también la evolución de un oficio que se ha transformado gracias a las innovaciones tecnológicas en la comunicación. Así, por ejemplo, el primer reportaje, sobre un secuestro y asesinato cometido en 1925, da la impresión de improvisado y escrito a lápiz, pero con unos autores empeñados en obtener interpretaciones, en deducir, en analizar datos sin que parezca que se esmeran demasiado en ello, es decir, con una intuición narrativa notable. De hecho, cuando intervienen psicólogos y psiquiatras que se empeñan en desvelar cuál es la lógica de la locura cobra gran interés, si bien esta paradoja todavía no ha sido resuelta ni por el psicoanálisis ni por la novela. Entre estos artículos y los del último capítulo, referido a la matanza de Columbine, caben todas las fórmulas posibles para registrar los sucesos que dan pie al dolor: desde el asesinato sencillo al crimen múltiple y secuencial, desde el linchamiento y la locura colectiva al miedo a un francotirador fantasma o el enfrentamiento fraternal con resultado de muerte.

Si la primera de las piezas resultaba tosca y lineal, el sentido de las siguientes deja de seguir la dirección de una única flecha, hasta culminar en la reconstrucción plural de la actuación de los adolescentes perturbados y de las reacciones dentro del instituto de Columbine. El reportaje responde, curiosamente, a la fábula de los monjes y el elefante que da título a la magnífica película de Gus Van Sant sobre este suceso: Elephant. En esta fábula cada monje, con los ojos vendados, toca una parte del elefante y guiados por el tacto describe cómo considera que es la bestia. El conjunto de las partes no termina de ser lo mismo que el total del elefante, al igual que la suma de las crónicas de estos delitos no son un tratado de moral. Pero ayuda a plantearse muchas preguntas. Pues tal vez explicar la realidad consista, paradójicamente, en eso: en hacerse preguntas. Porque pese a tantas líneas de negro sobre blanco dialogando o disputando sobre la razón del mal, todavía no hemos sido capaces de hallar una respuesta. A medida que uno va leyendo los artículos, se va cuestionando qué parte del individuo es la que un día se rompe trágicamente. O si debemos considerar al asesino una víctima a pesar de nuestros hígados. O si el más terrible de los monstruos humanos se fermenta en la multitud, en la locura colectiva.
Especialmente recomendables, por estremecedores, resultan la reconstrucción del recorrido del asesino que Meyer Berger describe en El día de la locura de Howard Unruh, y el tumor social reflejado en Los Ángeles de la muerte, donde el trabajo de cinco periodistas no basta para desmenuzar todo el sadismo que habitó en el corazón de una secta sangrienta.
Si uno se atiene al oficio del periodista por lo que se refleja en los servicios informativos, evidentemente su profesión consiste en atomizar el mal. Pero, por fortuna, el mundo, la realidad, se nos viene encima con otras fortunas que merecen ser reseñadas. Como bien sabe una de las grandes reporteras de todos los tiempos, Martha Gelhorn. De ahí que en su madurez y trabajando desde la memoria, nos sorprenda con el relato de los cinco viajes más desastrosos que ha protagonizado en su vida. Tras tantos años como periodista en los rincones más maltratados del planeta, Gelhorn encuentra cinco lugares en los que resulta increíble que alguien viva allí. ¿Cómo lo hacen y, sobre todo, por qué viven allí? Escrito con una dosis exacta de sarcasmo, lo que resulta incomprensible para ella, lo que configura el infierno, son las condiciones higiénicas, el olor de las letrinas y los lavabos, los colchones con chinches y la basura en las calles. “Tal vez me he vuelto lo bastante sabia para saber cuándo retirarme”, confiesa tras tantas visitas a tantos lugares. Ya ha perdido el interés por lo novedoso y quizás por la nueva gente, y percibe en exceso la epidermis del planeta. Es posible que no sea la sabiduría, pero sí los demasiados paisajes –“no me gusta ningún lugar de forma permanente”, dice- los que la llevan a pensar en dedicar los últimos tiempos de su vida a un viaje más interior. Por eso este libro está escrito con recuerdos, de ahí que resulte tan alejado del clásico cuaderno de campo.
“El único aspecto de nuestros viajes que tiene público garantizado es el desastre”, confiesa Gelhorn, antes de regresar a una China en la que interviene tanto una extraña compasión por los humildes como un rechazo estético. En el recuerdo se combina la pena y la suficiencia, productos del choque cultural. Gelhorn colecciona extrañas imágenes en la retina y reconoce sus prejuicios, sin complejos. El hecho de haber regresado de un viaje por el Caribe en el que toda la magia estaba en los nombres de los lugares, la llevará a lamentar el mundo que se fue sin haber terminado de entenderlo. Cruza África de costa a costa, interesándose por los vividores y exiliados de Occidente, empatizando con unos africanos que la sacan de quicio y sintiéndose aislada. Califica Moscú como la ciudad de la depresión, y describe con mucho desaliento su paso por la entonces capital soviética. Y a lo largo de tantos kilómetros, demuestra que es incapaz de comprender las reacciones humanas y que dicha perplejidad la desalienta.
Gelhorn se pasó la vida viajando para aprender algo de la vida a través de las costumbres locales. Y también huyendo de su paisaje natal y de cualquier lastre, pues para ella construir una casa para fundar un hogar permanente es mucho peor que el viaje más horrible. Entre otras razones, porque de los viajes horribles ha regresado y eso la permite trazarlos en su memoria con ternura.



Fuente: Quimera

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