El pájaro de los
muertos
André Marcel Adamek
Traducción de Hernán Soto
Txalaparta
Nafarroa, 2006
115 páginas
13 euros
La metáfora, otra vez
André Marcel Adamek es un
escritor belga que aparece por primera vez en nuestro país con esta metáfora
cuyo mensaje sigue siendo necesario repetir: hay buenas personas, pero la gente
es mala. Adamek es un tipo de sesenta años, de vida bohemia, emprendedor y
carismático, que ha terminado optando por una vida de beatus ille, retirado del mundanal ruido, como John Berger, un
autor de influencia evidente en la obra de Adamek; basta con echar un vistazo a
King, la historia del perro vagabundo
narrada por él mismo, para encontrar ciertos paralelismos con esta, El pájaro de los muertos, y no
únicamente en la voz del animal, sino también en las intenciones temáticas.
Podríamos buscar otras
influencias, lejos de Orwell, Perrault o Kafka, como se nos avisa. Se me ocurre
pensar en Musset, cuya Historia de un
mirlo blanco resulta ser una antítesis de las vivencias de la corneja que
protagoniza esta fábula. En primer lugar, nos encontramos frente a un
tradicional pájaro de mal agüero, un carroñero, que se presenta como un ser muy
especial: basta ver el desagrado con que recibe la comida que sus padres le
regurgitan, tras perder a todos sus hermanos. Así su infancia será desapacible,
negándose a aceptar las leyes de la naturaleza, cuya vida describe Adamek, a
través de la corneja, con las cualidades de un gran observador. Nuestra corneja
poseerá un sentido estético bien emparentado con el mundo de los sentimientos
humanos. De ahí, por ejemplo, que sea capaz de prodigar lealtad o
agradecimiento. Dos datos darán por concluido el episodio de la infancia:
aprender a volar y ver, por primera vez, una silueta humana.
Esta presencia del hombre va
llegando a su vida de manera acelerada, pues más tarde descubrirá el
aborrecimiento de que es capaz el ser humano, y a continuación sentirá aversión
ante un cadáver negándose a probar carne humana, un giro que la aproxima al
hombre: ella posee lenguaje, memoria, capacidad narrativa, y por tanto devorar
los sesos del hombre hubiera constituido un acto de canibalismo. A continuación
se topará con la guerra, pues la novela está ambientada en una de las dos
grandes contiendas que sacudieron el mundo el siglo pasado. La destrucción del
hombre por el hombre supone, también, la destrucción de la colonia de cornejas,
es decir, del mundo natural. Durante esta primera parte del relato, hemos
asistido a un cuento iniciático. A partir de aquí el protagonismo lo adquieren
los hombre, y la corneja pasará a ser un narrador testigo, cuyas intervenciones
pueden ser decisivas, y que se siente desmañada a la hora de definir sus
sentimientos: “Yo había sido ese reflejo furtivo sobre la superficie del río,
esa cruz de sombra deslizándose sobre los trigos dorados o trazando el cielo
con vuelo obstinado. Había tenido placer y dolor, sumisión y cólera y ahora me
llamaba corneja. Esa simple palabra parecía contener toda mi vida”.
Este ser, que padece un mayor
temor a los peligros de una vida solitaria, tras la desaparición de sus
compañeros, que a la compañía de los hombres, acaba convirtiéndose en la
mascota de un tipo muy especial, pues muy especial a de ser quien decida adorar
a una corneja. Y allí comenzará su segunda vida, registrando para aprender en
qué consiste la debilidad del hombre, que vínculos relacionan el desengaño con
la melancolía y cuáles son los perfiles del horror que se oculta en la belleza,
tal vez en la belleza de una mujer o tal vez en la de las golondrinas. Una
fábula moderna tejida con estos mimbres no puede tener un final del todo feliz,
pero tampoco desesperanzador. Y así, uno acaba preguntándose, tras leer esta
digna obra, qué clase de condena es la soledad, si es que esto que llamamos
vida es soledad.
Fuente: Culturas/Tribuna
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