viernes, 15 de septiembre de 2017

EL DESHIELO


El deshielo
Lize Spit
Traducción de Catalina Ginard y Marta Arguilé
Seix Barral
Barcelona, 2017
526 páginas

Es posible que el lector considere que las últimas ciento cincuenta páginas de esta novela contienen un tipo de violencia y pornografía sexual exagerada y demasiado explícita, rompiendo la genialidad con la que insinúa a lo largo de las cuatrocientas páginas anteriores. Es posible. Pero lo que es seguro es que todavía arrastramos la bola de preso de una conciencia, que tiene su origen en algún acuerdo tácito social programado hace siglos, con un falso pudor que ya está bien de respetar. Se puede hacer literatura con el sentido del amor que tiene, por ejemplo, Luis Cernuda, pero también con la máxima crueldad. Agota Kirstoff, de quien bebe Lize Spit, ya lo demostró en El gran cuaderno, que aquí aparece actualizado y glosado hasta la extenuación en esas páginas: dos chicos proponiendo juegos morbosos y una muchacha con una vida difilísima, que será la protagonista de esta novela que, lo mentamos ya, se merece todos los elogios y todos los premios que está obteniendo.
Spit planifica la obra sobre la memoria en tres estratos: el inmediato, en el que visita el gran negocio que abre uno de sus amigos de la infancia, siendo una joven de veintitantos años; el de la infancia, propuesto en escenas familiares bajo títulos que sugieren que cada capítulo tiene una entidad, a su vez, como relato; y el año 2002, el de la adolescencia rural de estos tres personajes en el que la tontería termina por ser esa pornografía salvaje que ya hemos mentado. La narradora es la muchacha, quien elabora sus recuerdos con el vaivén nada cronológico con que funciona la memoria involuntaria y que, desde el principio, deja intuir la necesidad de verbalizar su pasado por algún motivo de peso. El hecho de que se trate de un libro de recuerdos descritos por alguien joven, ya sorprende, dado que el narrador de este tipo de literatura suele estar más cerca de la muerte que de los años de pasión. De la motivación no sabremos nada hasta el final, pero de su peso sí nos daremos cuenta, a medida que avanzamos en la lectura, que es una carga de profundidad que no cesa de caer hacia el fondo del océano del horror. Ligar la muerte, el horror y la familia, mostrándonos una ventana hacia el cariño, es un ejercicio de equilibrio que resuelve Spit con un oficio y un talento pocas veces mostrado.
De su familia vamos sabiendo que está llena de fantasmas. El padre parece aborrecer a los demás, la madre está ausente en su nube de alcohol, su hermano mayor apenas tiene presencia, condicionado por la mala suerte de haber sido el superviviente de un parto de mellizos, y la hermana pequeña es el clavo sobre el que golpean los martillos de los padres. Esta figura, la de la hermana pequeña, es la que salva a la protagonista: si conoce alguna forma de amor, es la compasión que siente hacia ella. Episodios como el intento de curarla los piojos recubriendo con mayonesa la cabeza y envolviéndola en plástico transparente durante toda una noche, dictan la dinámica de una antifamilia, en la que el odio es el factor predominante. Si alguien se puede salvar, será sin contar con los adultos. Y la hermana pequeña sufre demasiados trastornos como para salvarse por sí misma.
El hecho de que los episodios centrales tengan lugar en los momentos en que se descubre el sexo, nos hace pensar en una novela de iniciación. Y sí, es un aprendizaje continuo. No hay episodio en el que no se aprenda algo y de episodio a episodio la apuesta va subiendo de gradación. El escenario en el que Spit ubica la novela, rural, podría sanar, dado que en una sociedad del recién inaugurado siglo XXI algo de bucólico -los animales, los árboles, el río- debería compensar esas apariciones que de vez en cuando nos sorprenden, como la autopista o el WhatsApp. El entorno rural es una cárcel de la que no escapan, como si se tratara de un tiempo entre guerras, en lugar de la Bélgica contemporánea. Ese entorno rural y esos dos amigos a los que se les ocurre enredar con las chicas a un juego que va pasando de lo pueril a la matanza del atractivo sexual, esos padres borrachos que han matado la infancia de sus tres hijos, su hermana pequeña y, finalmente, su hermano, construyen una moral que la narradora nos deja vislumbrar: sabe lo que es el bien y lo que es el mal. Y lo peligroso que puede llegar a ser ese conocimiento, sobre todo porque la forma de aprenderlo no tiene nada que ver con el contrato social que llamamos conciencia. Su arrepentimiento la condiciona de una manera que no podemos comprender, sino leemos toda la obra, incluidas las páginas que no son aptas para estómagos que presuman de delicados.

Sorprende, se nos anuncia, que una escritora tan joven haya creado esta obra. La edad de Spit es algo que se valora sobre el papel. Durante la lectura, poco importa ese tipo de datos. Durante la lectura lo que valoramos es la tensión que nos mantiene unidos al texto. O la imaginación, que esperemos que Spit no haya desgastado escribiendo esta obra y pueda seguir creciendo, madurando. No diremos fermentando, porque en muy pocas ocasiones habremos leído un libro en el que la imaginación se haya puesto a fermentar tanto y con tanto ahínco como en esta novela extraordinaria en el sentido más literal del adjetivo: muy alejada de lo ordinario.

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