Lauren
Elkin
“Empecé
a desconfiar de toda una cultura basada en un vehículo (…). Hay algo
autoritario en ella”.
Con
un automóvil embalado a 220 kilómetros por hora, uno puede sentirse el amo del
vacío. En cambio, caminar te hace dueño de cada segundo, de cada latido, de
cada inhalación, aunque se trate de tragos de un aire algo impuro, como el de
las grandes ciudades, millones de veces respirado, sudado y podrido de
polución.
“El
principal problema existente en el corazón de la experiencia urbana: ¿somos
individuos o parte de la multitud? ¿Queremos destacar o fundirnos con ella?
¿Acaso es posible? ¿Cómo queremos, seamos del género que seamos, que se nos vea
en público? ¿Queremos atraer las miradas o escapar de ellas? ¿Ser
independientes o invisibles?”
La
cita pertenece al extraordinario libro Flâneuse, de Lauren Elkin, una
joven escritora neoyorkina que nos altera el espíritu: antes estábamos
convencidos de que la aventura, la que es propia de los piratas, estaba en
grandes espacios naturales -montañas, océanos, cielos, selvas-; pero Lauren nos
demuestra que está en la mirada. Tal vez pueda creerse que se trata de una
interpretación superficial, pero uno tiende a creer que la mirada es el alma.
Lauren vaga por ciudades como Nueva York, París, Venecia, Londres o Tokyo con
la intención abierta de alterar los sentimientos. El mapa que va trazando es
emocional, impresionable, se mueve y modifica, se afecta por la curiosidad
innata de la paseante, que se impregna de cultura, de antropología y nos
muestra una serie de confesiones personales atractivas, sinceras, poniendo su
corazón al desnudo, por utilizar la expresión de Baudelaire, uno de los
primeros flaneurs de la historia.
El
flaneur es un caminante que se deja llevar por la ensoñación un tanto
burguesa, teniendo por esta acepción la más original del término: el habitante
del burgo que se acomoda, con mejor o peor fortuna, entre las calles y los
edificios. Si la personalidad del clásico flaneur era idealista, Lauren
rompe los techos del aventurero urbano al reivindicar esta condición para la
mujer, saltándose el confinamiento en el hogar, que se le ha atribuido,
socialmente, con cierto desdén. Lauren es tan soñadora como Ellen MacArthur,
como Edurne Pasabán, como Amelia Earhart. Su mundo urbano posee un corazón emocional
de igual calado al que se impone en Emelíe Forsberg, en Lynn Hill, en Lieve
Joris. El aspecto es más modesto, sí, pero el atrevimiento es el mismo:
“El
flâneur entiende la ciudad como pocos de sus habitantes, porque él la ha
memorizado con los pies. (…) En sintonía con los acordes que vibran por toda su
ciudad, sabe sin saber.”
Lauren
añade a sus paseos, a sus lances de la percepción, esa otra fuente de pasión
que es la literatura. Entre sus pasos va resumiendo la literatura itinerante de
Jean Rhys, de Jane Jacobs, de Sophie Calle o de George Sand. Flâneuse se
va convirtiendo en una cartografía de sensaciones, esas impresiones destinadas
a convertirse en emoción, que a su vez serán germen de sentimientos: “Yo andaba
en busca de residuos, texturas, descubrimientos y hallazgos fortuitos,
aberturas inesperadas”. Aunque no renuncia a las huellas masculinas, a todo
aquel que camine para provocar un cambio, a los “infradiarios” -expresión de
George Perec-, que son quienes están atentos a lo que pasa cuando no pasa nada,
atentos a la inesperada belleza de lo cotidiano, una expresión que bien
entendida arrebata el sentido de oxímoron que se nos antoja en primera
instancia: lo cotidiano, se supone, es tan frecuente que no debería esconder
belleza. Pero Elkin demuestra que sí, que la paradoja es real, que es viable y que
depende de nosotros. El secreto está en la mirada, es decir, en el alma. El
secreto está en esos anhelos que comparte con los piratas.
La
mayor ilusión que uno destila de la lectura de la obra de Lauren Elkin es la de
certificar que tanto las horas de libertad como la inseguridad de las fugas
pertenecen a cualquiera. También a quienes no se atreven a correr grandes
riesgos, a quienes carecen de genes de atleta, a quienes consideran que si
viven demasiado deprisa dejarán un cadáver demasiado joven. El viaje brota en
cuanto acariciamos la maleta. Esas maletas recitan una poesía vital sin
necesidad de acarrearlas por medio mundo. Sólo la tentación ya nos lleva a
lugares fantásticos. A la hora de la verdad, la mimamos con la imaginación.
¿Qué
aporta la ciudad?: “La ciudad nos ofrece mayores oportunidades de hacer un
mundo justo. La libertad de movimientos forma parte de ello”. En la ciudad el
caminante rehace el espacio, asegura Elkin, para quien lo fundamental es no
mirar para otro lado, que es como se aprende a ver. En la calle, nos dice, nos
convertimos en entidades observadoras, en “parte de ese amplio ejército
republicano de anónimos caminantes”. Lauren Elkin se crio en un barrio
residencial donde resultaba imposible salir a caminar, porque no había aceras.
Las excursiones a Nueva York competían en excitación -por los estímulos a los
que es sensible en caminante- y temor -por penetrar en un territorio
desconocido y por tanto con la alternativa del peligro siempre presente-. Pero
este riesgo ha ido disminuyendo con el tiempo, al menos para las mujeres, que
ya gozan del anonimato en las rutas por Venecia o Tokyo.
Es
cierto que Lauren Elkin elabora todo un tratado de sororidad, en el que la
amistad entre mujeres se desarrolla en el ámbito de los caminantes libres. Pero
la conclusión tiene más relación con la serenidad que propone el taoísmo o los
monjes vestidos de naranja y granate en los monasterios de Asia, y que Elkin resume
en una frase cuya moral compartirían todas las hijas de Eva de las que hemos
estado disertando: “Pasear, paradójicamente, hace posible la quietud”.
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