El gabinete del Dr.
Caligari
Es cierto que el cine nos
ofrecerá obras mucho más sofisticadas, más complejas, más emotivas y más
intelectuales que El gabinete del Dr. Caligari, pero difícilmente
encontraremos alguna tan imaginativa y con semejante encanto. Hablamos del año
1919, cuando el cine apenas comenzaba a echar a andar, cuando se estaban
asentando las bases de la que sería la fábrica de sueños. Y de sueños es,
precisamente, a lo que se refiere esta obra, aunque sólo como puerta de
entrada, aunque sólo sea por su estética. Nos habla de sueños y de pesadillas,
de los relatos y de las imágenes atormentadísimas que provoca la locura. Todo
lo que supuso el expresionismo alemán -distorsiones, énfasis, dolor, los
límites de lo humano, el desgarro de lo casi imposible- está en función de
mostrarnos que, frente a cualquier otro tipo de infierno, el de la locura se
impone como el más brutal.
Un tipo le narra a otro
su encuentro con el doctor Caligari, que tiene a su servicio a un sonámbulo.
Caligari sería el juez que manda ejecutar, por impulsos atrabiliarios, y el
sonámbulo el arma que asesina. Este relato, el gran flash-back -o relato
traducido a imágenes-, sucede recreando una atmósfera que sólo sirve para
intranquilizar: ¿quién osaría vivir en un lugar donde los ángulos son
imposibles, donde las jerarquías se imponen desde taburetes diseñados por un
esquizofrénico, donde las paredes se vencen y hasta el cielo está atrapado
entre planos irregulares? Y, sin embargo, los muchachos protagonistas intentan
ser felices mientras cortejan a la misma mujer. Encerrados dentro de la
pantalla, encerrados dentro de una ciudad pintada, y diseñada por un arquitecto
que podría ser un mestizaje de Satán con un niño al que no se le pone freno, la
gente intenta hacer las mismas cosas que haría alguien normal: salir de paseo,
leer, solventar los problemas burocráticos.
Pero todo ello rozando
con el absurdo: se lee de pie, uno se tumba sobre los papeles para firmarlos,
se duerme cabeza con cabeza sobre colchones inclinados y las ventanas, nuestros
huecos al aire que en este caso se muestra menos libre que en ninguna otra
ocasión, son deformaciones geométricas. Aquí sólo cabe la locura. Ahora bien,
¿qué mayor locura existe entre la vida humana que la maldad? La suposición de
Jung, que afirmaba que la maldad existe, pero que la maldad es una patología,
cobra especial relevancia en esta obra. El nexo entre maldad y locura,
contemplando la posibilidad de sanación, es un recurso frecuente en el cine de
terror, del que esta película es siempre precuela. En el cine de terror, eso
sí, suele indicársenos que esa guerra está perdida y que lo único que podemos
hacer es librar batallas. El mal, la locura, seguirá existiendo cuando nosotros
hayamos desaparecido. El combate, eso sí, está dentro del ambiente que podemos
manejar. El problema es que el ambiente, en El gabinete del Dr. Caligari,
es peor que una opresión: duele como duelen los momentos más críticos de una
enfermedad.
Estos fundamentos, que la
unen al expresionismo, nos lleva a preguntarnos si esos personajes, que
sobreactúan también de manera expresionista, son ideas y si la película no
será, por tanto una aventura metafórica. Pero, ¿por qué necesitaríamos pensar
en alegorías cuando estamos frente al sueño y a la locura? En el sueño
reparamos nuestra máquina averiada: nos permitimos dar salida a nuestros deseos
y a nuestros miedos, practicamos nuestro pequeño exorcismo sin tener ningún
control sobre ellos. Esta falta de control es lo que diferencia a los sueños de
El gabinete del Dr. Caligari, pues aquí existe un relato, que podrá ser
inverosímil, pero es coherente. Por eso sabemos que nos enfrentamos a la
locura. Un loco compone su propio relato a partir de los elementos que él
percibe de la realidad, y en su relato todo encaja. La locura es un mal con las
piezas perfectamente ensambladas. Otra cosa es que ese castillo carezca de
ningún ángulo recto. De ahí, seguramente, la vinculación de la locura con el
miedo. Al final, uno sólo siente miedo a la parte que no conoce de uno mismo, a
no saber predecir sus propias reacciones, sus emociones. Sobre ese sustrato se
alimenta esta película, de la que tuve la primera noticia leyendo Historia
del cine de Román Gubern. En algún momento, a quien adore el cine le
sugeriría la lectura de una obra de este estilo para ir apuntando todos los
títulos fundamentales. Conocer de dónde venimos, en un medio que hasta puede
explicarnos los vínculos entre los sueños, los miedos y la locura, ayuda a
ahuyentar supersticiones y a descreer de los tópicos.
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