El principiante
Peter
Heller
Traducción
de Martín Abadía
Varasek
Madrid,
2019
318
páginas
El
sueño del hombre rico es vivir en un lugar donde todo lo que precise sea unas
chanclas, un bañador y un plátano. Muerto por la crisis continua de ansiedad
que supone el ritmo de los millones de dólares, delira con encontrar eso que,
al final, es lo mismo que todos estamos buscando: el descanso. Uno no descansa mejor
por poseer más, sino por necesitar menos. Este ejercicio casi zen nos sacude
con frecuencia, y en diferente medida, a lo largo de nuestra vida, y de el
recorrido de su voltaje por nuestra voluntad y nuestro deseo no podemos salir
indiferentes. Enfrentado a una crisis de la mediana edad, contando cuarenta y ocho
años, Peter Heller (Nueva York, 1959) quiere encontrar su bañador, sus chanclas
y su plátano, y para ello se vale de una de las actividades que, bien
entendida, mejores y más valiosos ímpetus han generado en las últimas décadas:
el surf. El propio Heller habla, en algún momento de este maravilloso El principiante, de dos tipos de tribu
que se entregan al surf: los que lo practican y los que lo viven. De los
primeros da cuenta un tanto desde la distancia, y en ella entrarían los
arrogantes y los que, sin pudor, el propio Heller cataloga como pueblerinos.
Sin ánimo de sentirse especial, mejor que estos personajes, Heller quiere
comulgar con esa otra forma de sentir el surf y el ambiente de surf, la más bohemia,
la que de los tipos que viajan en furgoneta al sur y no la de quienes asaltan
las playas del sudeste asiático a golpe de talonario y comparten algunas olas
con algunas cervezas: “Una aspiración increíble para un surfero: esar en las
olas y aún ser amable”, dice.
Esta
obra refleja el paso, no sabemos si fugaz o permanente, de Heller durante una
temporada por ese ambiente de libertad, el que se significa por abandonar
Denver con una mano delante y otra detrás, para adentrarse en la península de
Baja California, allí donde no hay nada más que costa y el océano Pacífico. En
realidad, se trata de una obra sobre la búsqueda de la felicidad: “Eso es vivir
cerca del latido de la sangre del presente”, y en ocasiones, incluso, de la
felicidad, que es efímera y nunca es completa. Aunque para sentimiento
incompleto, nos parece decir, nada existe más patente que la infelicidad. “Los
surferos son una peña intensa y aman la costa tanto como a sus madres”, nos comenta
al principio del libro, porque su primer impulso es el de comprenderles, que
será lo mismo que darse a comprender esas sensaciones que van brotando en el
pecho del autor, en las que va dando sentido y equilibrio a la dialéctica entre
mito, el que tiene que ver con la felicidad, y realidad, el que tiene que ver
con lo posible. Con apenas unas clases de surf, Heller emprende el viaje al
sur, otro mito, en este caso ese que suma al de la felicidad su hermano gemelo:
la libertad. Y mientras tanto no deja de referirnos las técnicas de surf que va
aprendiendo, las formas de las tablas y sus explicaciones, y comentar algo
sobre la historia de esto que uno no sabe si catalogar como deporte o como
aventura, pero que en las líneas que nos regala Heller es una patente de modo
de vida que garantiza la liquidación de la agonía urbana.
El
mundo jamás volverá a ser igual. Es decir, uno siempre sabrá que el viaje al
sur es posible y que en sus viajes al sur tendrá un refugio: “… podía darme
cuenta que me había perdonado lo que fuera que yo necesitara que me perdonara
-quizá por ser egocéntrico y compulsivo- y de pronto estaba nuevamente contento”.
Los estímulos no pueden dejar de referirse a una cierta bipolaridad, pero en
esencia, es la bipolaridad que todos sentimos y cuya versión más sana pasa por
el reconocimiento. Así es como él va incrustando, sin que el relato pierda
tensión ni amabilidad, sus afanes ecológicos y sus denuncias sobre los ataques
a los ecosistemas. Porque el libro está estructurado de manera muy sencilla,
pasando de un pequeño relato a otro, todos encadenados por el viaje, sí, pero
tan pronto nos está hablando de su amor como de la aventura, del ecosistema como
de la amistad, de una anécdota de su infancia como de la lucha contra los balleneros
japoneses en la Antártida.
Y
mientras tanto, refleja con pulcritud el espíritu corsario, ese ideal, que
existe entre ciertas tribus, esas a las que a todos nos gustaría pertenecer,
por la misma razón por la que escogemos a los proscritos del bosque de Sherwood
frente a la miseria sobre doblones de oro del sheriff de Nothingam. Se trata de
gente que ha sabido buscarse la vida al margen de la economía de mercado, de
gente que entiende el mar como terapia, de gente que vive para aprender a
vivir. Ya les habíamos conocido a través de obras como Años salvajes, aunque ésta se más épica que El principiante, y de En
busca del capitán Zero, aunque ésta sea un poco más espiritual que la que tenemos
entre manos. Pero, en esta ocasión, ganamos en humanidad. Nos resultará más
sencillo reconocernos en Peter Heller que en William Finnegan o en Allan C. Weisbecker.
Nuestra admiración, sin embargo, seguirá siendo del mismo calado.
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