Algo
en lo que creer
Nickolas
Butler
Traducción
de Álvaro Marcos
Libros
del Asteroide
Barcelona,
2020
342
páginas
El
asunto es la fe y los riesgos de la falsa fenomenología de la fe. Se atiende a
los dos mundos paralelos, el de los fanáticos y el de los que habitan en el
teatro de la realidad, y se expone una toma de partido incuestionable, pues
nada hay, ni siquiera todas las fes, que puedan estar por encima de la vida de
un niño. En resumen, este es el asunto, la primera bola de nieve, el motivo que
pone en marcha los ingenios con los que Nickolas Butler pone en marcha los
mecanismos de esta novela, Algo en lo que creer, pero no se trata del
tema real que la ocupa. La división para el análisis no es nueva: por un lado
está la trama y por otro el conflicto. La trama tiene que ver con esa confrontación
y se expone a través de una familia. Una pareja de ancianos apenas tiene otro
legado que el recuerdo del bebé que se murió, una hija adoptada y un nieto que
vino al mundo en una situación de deterioro personal, que es hijo de madre
sola. Su dedicación y su bondad están fuera de toda duda, excepto por el hecho
de que vamos conociendo a la familia como si asistiéramos a una obra de teatro;
Butler nos recuerda que la familia es una farsa más del teatro que es el mundo.
La cuestión es que dentro de la obra que se representa se puede identificar la
sinceridad, que es lo que iguala a realidad y ficción.
Pero
el conflicto, el tema, la esencia de la novela no está tanto en esta bola de
nieve que va creciendo, como en lo que nos transmite el personaje principal, un
abuelo de vida rural, porque en un mero pueblo y en una mera vida se puede
contener todo el universo y toda la eternidad, que está cansado de tantas
despedidas. Lyle vive al ritmo de las estaciones, y la situación durará
aproximadamente un año, cuatro etapas. Es casi el único al que le cuesta
admitir que la fe podría dar sentido, o al menos poner el suelo bajo los pies,
después de haber resistido a tantas despedidas. A través de la entrega a Dios
uno pretende rellenar huecos que, los lectores que asistimos a la novela lo
vamos sabiendo, son irrellenables. No admitir el vacío es una de las fuentes de
infelicidad que nos saltan al camino. Esta vida nos atropella a base de
pérdidas, las de los demás, las que supone desgastarnos, aunque sea en motivos
por los que merece la pena el desgaste. La sensación que da, desde que
conocemos al protagonista, es que todo a su alrededor son ruinas o, al menos,
él lo siente como ruinas.
Su
mejor amigo está a punto de fallecer de un cáncer terminal y su nieto padece
diabetes. Al mismo tiempo, se enfrenta a un fanatismo que nada aporta, que él
observa como un estúpido fetiche de bueno augurios, pero que sabe que no es nada
más que eso: una prédica para desdichados. En esa trampa caerán varias de las
personas que le rodean, especialmente su hija, enamorada como la adolescente
que es, pues no ha tenido ocasión de poder madurar decentemente. Los puntos
fuertes del carácter de Lyle son la bondad y la amistad, que van intrincadas, algo
que apenas le ha servido para garantizar una vejez emocionalmente sana. De
hecho, uno de los mensajes que esconde la novela es que la vida no te devuelve
lo que te mereces, sino que se limita a entregarte lo que te entrega. En
realidad, caminamos a oscuras. Cansado de tanta oscuridad y tanto adiós, Lyle
no puede dejar que el destino esté en manos de otros, pues este destino supone
la aniquilación real, la muerte, la falsa esperanza, la idiotez. La tragedia
vendrá a ser inevitable, sin que por esto estemos exponiendo nada acerca del
final de la obra, pues la confesión de estar basada en los hechos que acaecieron
en Wisconsin, en marzo de 2008, nos adelanta buena parte del final. Como
consuelo, apenas quedará la ilusión de resucitar un campo de árboles frutales
entre los rigurosos y extraños fríos de una primavera.
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