La casa más lejana
Henry
Beston
Traducción
de Inés Clavera e Irene Oliva
Volcano
Madrid,
2019
186
páginas
Dentro
de la comunidad humana hay individuos que viven hacia el exterior, hacia su
exterior. Se trata de gente para quien la intensidad de los acontecimientos
sucede fuera de la piel, sobre todo en contacto con los demás. Se trata de
personas para las que el fundamento de vivir consiste en querer y ser querido,
y su principal manifestación: estar con la genta a la quieren y les quiere. Salir
de viaje tiene un tanto de condena para ellos, pues se alejarían de aquello por
y para lo que viven. A no ser que se arriesguen para encontrar fuera la falta
de amor que sienten allí donde paran en la actualidad, o donde han estado todos
los días hasta la fecha. Y luego están los que viven hacia su interior. Para
ellos el viaje es algo bastante natural, pues a todos nos faltan demasiadas
piezas dentro de la condición humana, del alma sensible, de lo que somos o
deberíamos ser, de las opciones de mejora, de la educación sentimental; y ellos
confían en hallar eso que nos falta en algún lugar del exterior, con el
objetivo de atraerlo, de integrarlo, de saberse un poco más completos, un poco
más satisfechos, un poco mejores emocionalmente, sentimentalmente,
sensorialmente. La mayoría de nosotros pertenecemos al primer grupo, pero admiramos
a quienes distribuyen la utopía del segundo.
Y
luego está Henri Beston (Quincy, Massachusets, 1888 – 1968), que es capaz de
aunar con poesía las virtudes de quienes se instalan en el primer grupo y el valor
de los que pertenecen al segundo. Y, por suerte, divulgarlo, y hacerlo con mucho
estilo: “Qué gran gesto de fe antigua y valor presente es semejante vuelo, qué
desafío a las circunstancias y a la muerte”. Se está refiriendo al vuelo de las
aves, pero la lectura alegórica, sin duda, tiene que ver con el tema sobre el
que trata este libro, La casa más lejana: los principios de la libertad humana
y los vínculos entre estos principios y el alma. Pues lo que para las aves es
el vuelo, para el hombre es la capacidad de sentir con el alma. Y Beston siente
mucho, observa mucho y siente con una intensidad bárbara, que raya en la
iluminación, todo lo que siente. Que no se nos entienda mal, cuando mencionamos
la iluminación nos referimos a ese tipo de seres cuya presencia aparta la
oscuridad, no a quienes deslumbran. Y así nos enfrentamos a un texto que posee lo
más honesto de los mejores libros de poesía, con una obra que va separando lo
terrible de lo hermoso y quedándose en la belleza.
De
ahí, por ejemplo, esos centros de atención sobre los que salta en función de la
época del año, como por ejemplo las aves migratorias y los naufragios. La
selección no es gratuita, como tampoco lo fue elegir Cape Cod para esta temporada
de entrega a la naturaleza. Si para Thoreau Cape Cod era el lugar donde saberse
paseante y recibir el beneficio que proviene de la entrega a la naturaleza,
para Beston es el sitio en el que se reconoce como parte de la naturaleza, allí
donde se destila la esencia de lo que es, de lo que somos, y despojados de
todas las neurosis que nos hemos inventado, retornamos al único círculo del que
no deberíamos haber salido: la epopeya de ser natural. Pero, eso sí, una epopeya
llena del más sencillo lirismo, tanto que, a estas alturas, nos puede hasta
resultar extraño, demasiado extraño, pero, sin duda, elegiremos habitar en él.
Beston
se expone como los pintores románticos exponían a sus retratados frente al
paisaje. Es El caminante frente al mar de
nubes, de Caspar David Friedrich, y es el caminante que se adentrará en el
mar de nubes, lo atravesará y escuchará cada canto de cigarra y se aproximará a
cada espolón natural de la costa para ver hasta los límites del océano. Porque
debe alejarse de los términos de paisaje para adentrarse en el lugar y
permitirse ver lo que necesita ver, que es lo que nos entregará con “las
materias primas de personalidad y de voz”, como apunta Robert Finch en el
prólogo.
“El
mundo de hoy está exangüe por la falta de cosas elementales, de fuego antes las
manos, de agua manando de la tierra, de aire, de tierra amada bajo los pies”,
nos advierte Benson, entre este texto de “fonemas dramáticos”, por utilizar,
nuevamente, una expresión de Robert Finch. Estamos frente a una obra de momentos,
pero cada momento, cada incidente, es reflejado con un espíritu purísimo que
nos invita a sacar lo mejor de nosotros mismos, a comprometernos con la
liberación que supone reconocer nuestra propia identidad, a vivir hacia dentro
y a vivir hacia fuera, a viajar a pie, a ser buenas personas:
“La Naturaleza es una parte de nuestra humanidad, y sin cierta conciencia y experiencia de este misterio divino, el hombre deja de ser hombre. Cuando las Pléyades y el viento que ondula la hierba dejan de formar parte del espíritu humano, una parte de carne y hueso, el hombre se convierte, como si dijéramos, en una especie de forajido cósmico, que ni tiene la compleción ni la integridad dl animal, ni el derecho inherente de una verdadera humanidad”.
Fuente: La línea del horizonte
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