miércoles, 4 de diciembre de 2019

EL CIELO BAJO EL SUELO


El cielo bajo el suelo
Fernando Ángel Moreno y Gabriel Díaz
El Transbordador
Málaga, 2019
396 páginas

La heroica ciudad dormía la siesta.
La frase con que se inicia La Regenta sirve para justificar una buena parte del espíritu de El cielo bajo el suelo: “La exhausta ciudad se sabía incapaz de dormir”, escriben los autores. Y las primeras intenciones que uno reconoce en esta novela son las urbanas; da la sensación de ser un intento de retratar una ciudad tal y como se viene retratando habitualmente, es decir, reuniendo a un grupo de gente de diverso pelaje alrededor de un cadáver. Pero una verdadera novela urbana no es una descripción de patologías sociales a través de unos personajes, aunque Clarín lo consiguiera en buena medida, sería, más bien, una trama o un conflicto montado sobre la principal característica de las grandes urbes: que la gente no se conoce. En ese sentido, la novela negra se aproxima al entregar al lector la intriga, pues a los personajes no terminamos de conocerlos hasta el final de la obra.
Pero esta novela también contiene un espíritu histórico. La acción se desarrolla durante los años setenta, recién cuajada la Revolución de los Claveles. En ese sentido es una obra de época, un retrato minucioso de una etapa casi reciente, pero que se nos va antojando algo melancólica, como alejada por los demasiados recuerdos que se acumularon en esta última etapa del Antropoceno, que corre demasiado deprisa. El trabajo de dirección de arte, de ambientación, es minucioso y efectivo. Los autores practican la observación de alto octanaje, aunque sea mirando en dirección al pasado, de modo que, tampoco habrá que negarlo, la novela tiene tintes costumbristas. Hasta el punto de preguntarnos si no esconderá cierta denuncia del (disculpen la expresión) carpetovetonismo. Tanta gente elogiando series como Cuéntame, han hecho saltar los resortes de la imaginación de los autores, porque no cualquier tiempo pasado fue necesariamente tan mejor. Sería un poco atrevido tildar de ironía a este espíritu, porque se trataría de una ironía sin complejos y sin maldad, una ironía que no hace daño.
Sin embargo, a medida que uno va adentrándose en la novela, nos damos cuenta de que la acumulación de fantasía va provocando más y más intensidad en los sucesos, aunque estos se demoren, ocasionalmente, en episodios no tan significativos. Nos referimos a episodios significativos queriendo decir aquellos en los que los personajes ganan intensidad, definición, y quedan marcados los vínculos entre ellos, que están sin resolver. Para ello los autores se valen de un detonante terrible, la muerte de un bebé, y de una forma de fantasía que incomoda: qué está a este lado y al otro de la realidad, si es posible el trasvase a través de la membrana de la muerte y si la realidad, esa que definen con detalles certeros, es lo que parece. A mayores, la estructura de la novela está fragmentada, porque la realidad no tiene guion ni continuidad de ningún tipo, no es una historia cerrada, un relato redondo. Cierto esoterismo va subiendo de volumen a medida que avanza la acción, a la par que no cesan los detalles intertextuales, una conciencia de encontrarse a los dos lados de la creación que no cesa en los autores: saben que deben poner su empeño creativo en la historia que tienen entre manos, pero también en el proceso de crear una historia. Y el resultado es un mundo que se asemeja al nuestro -o al que fue el nuestro-, pero que nos inquieta por lo que puede diferenciarse de lo que vemos a nuestro alrededor.

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