Chica de campo
Edna
O’Brien
Traducción
de Regina López Muñoz
Errata
Naturae
Madrid,
2018
425
páginas
El
tema de la literatura de Edna O’Brien es la moralidad. Es la poesía. Es la
memoria. Es Irlanda. Es todo lo que pueda contener la cabeza de un alfiler, un
infinito mundo de seres microscópicos capaces de tornar la vida de cada
individuo. El tema es ella, el registro de lo que la construyó, el dolor de la
memoria, dicta Berger. En este caso, con más razón. Nada de buscar lo
autorreferencial en la obra, pues nos enfrentamos a las memorias. Saltando de
casilla a casilla, con muchas elipsis, porque la memoria no rellena los huecos
de la vida que dejamos atrás, si acaso los rellena la voluntad y la
imaginación, nos muestra una cierta bipolaridad sin que tengamos la sensación
de que nos está trasladando del amor al odio y del resentimiento al cariño. Los
aluviones de la memoria y de algo aún más fuerte que la memoria son tan
abrumadores, confiesa, que llora lágrimas buenas. Con ese oxímoron se enfrenta
a su infancia en el campo, en el mundo anterior, pero ¿anterior a qué?
Suponemos que anterior a empezar a vivir. Y sin embargo es su memoria, una “época
en la que creía que en nuestros prados y hondonadas dormía una especie de
música antigua, centenaria”. Una época que abarca la infancia y los primeros
años de vida adulta. Con un paréntesis en el que pasa por un convento, se
traslada de nuevo a la campiña irlandesa, se casa y sufre maltrato por parte
del marido. Los ojos del maltratador serán para ella una obsesión, algo que no
podrá perdonarle a su padre, algo imborrable e indigno.
Así
pues, antes de comenzar a ser una escritora con cierto nombre, lo que nos
presenta son ráfagas de supervivencia. Con el tono lírico de muchas de sus
obras anteriores, sobre todo de la más parecida a sus días, Un lugar pagano. Toma conciencia de que
ser irlandesa la hace feroz y cuando a uno no le queda otra cosa a la que
agarrarse, se agarra al odio para no morir. Así es como sortea el alcoholismo
del padre y el trastorno obsesivo del marido. Eso sí, con tono melancólico,
porque en la literatura de O’Brien fluye la idea de que el miedo y la tristeza
son la misma cosa. No busca vengarse, sino reflejar, exponer, sacar al aire.
Sola, pues al poco de nacer ninguno de sus hermanos mayores vivía ya en casa,
crece O’Brien en un mundo rural que es lo opuesto al Beatus Ille, tal vez por
no haberlo elegido. Aunque hacia el final, habiendo sido una mujer de éxito en
Londres o Nueva york, haga un intento por recuperar la paz que debió haber
existido. Su experiencia fracasará, pero la vida no trata sobre victorias o
derrotas. Sí conviene cerrar capítulos, poner las cosas en su sitio, abandonar
la nave que te mantiene falsamente a flote para nadar y saber que puedes nadar
por tu cuenta cada segundo. Eso es lo que hace Edna O’Brien.
Pasa
por la feligresía y el extremismo religioso, por el amor violento y el odio,
por el amor filial y el anhelo de ser madre. Pasa por la codicia de ser
escritora y por la pobreza, cuando en Dublín se somete a un torrente de estímulos
y logra abrirse camino. Por momentos parece una cabeza loca, por otros la mujer
más sensata del mundo. Y siempre dispuesta a aprender: sobre literatura, sobre
el sexo, sobre la indulgencia, sobre cómo se puede vivir con intensidad la vida
contemplativa, incluso a través de los libros. Pasa por el enfrentamiento entre
la realidad y el deseo: “Volví a la calle hecha polvo, convencida de que la
vida era un camino gris, un limbo literario sin final, desde donde jamás
alcanzaría las alturas del Parnaso al que, tonta de mí, había aspirado”.
Viaja
a Londres, donde se instala demostrando que entre ser escritor y ama de casa
apenas hay diferencia. Comprueba el impacto de su primera novela y da fe de “las
razones de mi reticencia a vivir en Irlanda, a saber, su estrechez de miras y
su sólida censura”. Y es que parece que nos esté hablando de una sociedad del
siglo XIX, preindustrial, provinciana. Pero de ahí pasa a codearse con gente de
éxito. Algo que también describe sin emitir juicios de valor: Sean Connery o
Robert Mitchum aparecen en alguna fiesta que organiza en su casa, alguna de
esas felices fiestas naif de los sesenta. Le tratará un psiquiatra a quien
presenta como un hombre con la cabeza en la Luna. Se muestra descuidada con el
dinero y con el amor, por su deseo de sentirse libre, por descubrir que la
libertad es un mito, por la búsqueda, en consecuencia, de una cura para el
alma. Algo ni siquiera la bulimia que muestra en Nueva York es capaz de rellenar.
Ni tampoco el darse cuenta de la pequeñez de sus problemas frente a la guerra
del IRA.
Volverá
a Irlanda, donde la soledad es hermosa, triste e imperecedera, como dictó
Beckett: “La soledad de la música, unida a la soledad del lugar y al lamento
del mar, me dio la impresión de que todo estaba en orden y de que por fin me
había establecido; sin embargo, esa certeza se deshacía cualquier noche de
tormenta en soledad”.
“Me
digo que lo único que siempre he querido ha sido una persona con quien compartir
mis miedos, y que a partir de ahí brotaría una música cautiva”. De eso trata la
literatura de Edna O’Brien. Esa cuestión irresoluble es la que palpita en todos
a la hora de afrontar el oficio, tal vez el arte, de vivir.
La
expresión “piano roto”, con todas sus connotaciones, reverbera sin cesar dentro
de mi cabeza, y pese a todo me hizo pensar en la generosidad que me ha
reservado la vida: he conocido la alegría y el dolor extremos, el amor
correspondido y el no correspondido, el éxito y el fracaso, la fama y el
vapuleo…”. A los setenta y ocho años, para combatir esa angustia, Edna O’Brien
no escribe estas memorias. Ella misma lo dice. Después de treinta y tantos años
sin hacerlo, cuece pan. “Por muy piano roto que fuera, me sentí más viva que
nunca cuando el aroma del pan se apoderó del ambiente”.
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