El olvido que seremos
Héctor Abad Faciolince
Alfaguara
La literatura es una serie de garabatos que tienen la capacidad de engañarnos hasta límites exagerados. No hablamos de monstruos y dragones ni de ciencia ficción, sino de un narrador que es capaz de hacernos creer que es capaz de prever lo que sucederá, cuando lo que sucederá es algo que sucedió veinte años antes. El ejemplo más claro es el de anticipar una muerte. Y si el género al que nos referimos es testimonial, bien por criterios periodísticos o bien por criterios autobiográficos, nos sigue pareciendo esencialmente magia la intuición del narrador, del autor, del protagonista. En este libro que Alfaguara recupera, porque el papel de los libros es mantener la memoria de lo que merece la pena recordar, sabemos desde el principio que el padre de Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) morirá asesinado, y si hemos leído un poco de historia o estuvimos al día en su momento acerca de la violencia en Colombia, sabremos cuáles fueron los motivos y dónde y cómo tuvo lugar el suceso. Aun así, leemos doscientas setenta páginas de una sentada, porque Faciolince es otro de esos escritores colombianos que ojalá hubieran sido también músicos, antes de que mente que la muerte en literatura puede ser bella y conmovedora.
Basta un episodio para entender las razones de Faciolince para amar tanto a su padre. ¿Qué significa ser padre? El suyo, protagonista de este libro que posee el encanto de una evocación tan vivida como si la estuviéramos haciendo nuestra, no tiene reparos en contradecir, a su vez, a su padre. El abuelo de Faciolince reclama que al niño le hace falta mano dura. Suponemos, pues, que educó a su hijo bajo la amenaza de la vara o la disciplina militar de quienes creyeron en el condicionamiento como fuente de educación. Pero el padre de Faciolince responde, a su propio padre, que para eso está la vida. Que esa no es la función de un padre. Que para sufrir, la vida ya nos surte de suficientes motivos y que un padre no está para ayudarla a una labor tan desalmada. De un padre así, solo cabe tener buena memoria y buena literatura.Y esto no es una salida de tono. Porque ese es el papel de la memoria cuando se transforma en literatura. El ejemplo que utiliza Faciolince son las Coplas a la muerte de mi padre, de Jorge Manrique, una de las poesías más hermosas de la literatura en español, junto con un soneto de Quevedo, alguna égloga de Garcilaso y el Cántico espiritual. El soneto de Quevedo al que nos referimos, por cierto, termina con el famoso verso que dicta: polvo serán, más polvo enamorado. De eso trata, en definitiva, este El olvido que seremos, del polvo enamorado que le canta un hijo a un padre fallecido tiempo atrás. Pero en lo que atañe a según qué conciertos, el tiempo no es una dimensión. La ausencia del padre es algo que estará siempre ocurriendo. La muerte, a la hora de la verdad, está sucediendo siempre en presente.
Tal vez la elegía sea un poco demasiado evidente en algún momento. Pero nada hay más perdonable, sobre todo porque, uno imagina, Faciolince está escribiendo no para el lector, no para que le lea el lector, así, en abstracto. Sino para que le lea un lector. O para que le hubiera leído. De ahí que agradezca tanta felicidad en la infancia que acude en fragmentos. De ahí que no cese de alabar a la medicina no como el privilegio de una casta, una profesión a la que acceden los adinerados, sino como una forma de activismo político que consiste, por ejemplo, en llevar agua potable a regiones enfermas. El libro intenta expresar dolor. Es posible que lo hubiera conseguido de haberse centrado más en personajes que asoman en algún minuto, con un aura de maldad, para desaparecer a la línea siguiente: médicos, curas, burgueses, santonas, rectores… Si esa fue la intención de Faciolince, falló. Porque lo que nos ha entregado ha sido un libro hermoso.
Fuente: Revista de letras
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