La
individualidad como motor oculto de la historia
Fernando
del Castillo
Comba
Barcelona,
2024
212
páginas
Las
mejores obras de arte son fruto del talento de una persona, pero también de la
acumulación de sensibilidad entre los humanos. Miguel Ángel escupió La Piedad,
Shakespeare escribió Macbeth, Velázquez pintó Las Meninas, detrás
del diseño del Taj Mahal tuvo que haber un arquitecto, y las nueve sinfonías de
Beethoven sigue siendo el mejor refugio para la belleza. De acuerdo, pero la
humanidad, o algún ingeniero o un loco, también ha creado las bombas nucleares
y las bombas de racimo, la tensión económica, la contaminación o el odio entre
hermanos. Parece claro que todo esto se debe a un cerebro que no cesa de
evolucionar, la pregunta es saber hacia dónde. En cualquier caso, la cuestión
es lo bastante sugerente como para que alguien, en este caso el médico y
ensayista Fernando del Castillo (Salamanca, 1945), se plantee una cuestión que
contiene espíritu de tesis doctoral combinado con ánimo de investigación
divulgativa: ¿puede ayudarnos la neurociencia a entender la evolución de la
sensibilidad y el pensamiento?: «Y ésa es nuestra propuesta: el cerebro individual
—o mínimamente grupal— es el motor de la historia de los seres humanos».
El
autor parte del hecho de que el cerebro es un órgano evolutivo y en evolución,
que el sistema nervioso no está estancado. Y para demostrarlo elige las
representaciones artísticas, analizando someramente los paradigmas de la
escultura, la pintura o el teatro en distintos momentos de la historia: «El
seguimiento del yo en la historia, su evolución y manifestaciones en cada uno
de los tiempos históricos, es el motivo principal de nuestro trabajo». No es
tan sencillo demostrar que la evolución del arte y de la filosofía está
relacionada con un proceso de madurez mental del individuo, pues habría que
desgajarlo del contenido social que afecta, claro está, a la formación del
pensamiento. Esto lo sabe bien el autor, que al margen del análisis a favor de
su tesis afronta el tema desde una perspectiva psicológica y antropológica, en
la que incluye a la religión, a la evolución de las implantaciones religiosas,
además de a la teología. En lo referente a las expresiones artísticas, los
referentes que le sirven de sustrato son autores como Gombrich, Hauser o
Panofsky, sobre los que debate con frecuencia para estudiar la expresividad, el
simbolismo, la iconografía o el naturalismo. Y a partir de ahí tratar de
definir qué es la madurez y si esta responde a una madurez neurológica: «Mi opinión,
muy contraria al maestro (se refiere a Gombrich), es que la individualización
no se adquiere plenamente en un momento histórico determinado, sino que es un proceso
continuado de perfeccionamiento mental, de manera que cada periodo histórico
tiene su propia concepción del yo». El yo, ese yo, es lo que da lugar al debate
que él plantea, acudiendo, de vez en cuando a pensadores y teólogos, sin
distinguir entre unos y otros.
La
intención del libro no es tanto demostrar una tesis, que posiblemente precisara
de un análisis más complejo en el que participaran más autores, dado el interés
que puede suscitar, como iniciar una nueva vía de estudio. Lo que consigue, con
éxito, es intrigarnos y hacernos sospechar que faltan muchas cosas por decir,
que hay un territorio que todavía nos puede regalar alguna sorpresa. Y no se
nos ocurre un motivo mejor para afrontar la lectura de un ensayo.
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