Entremuros.
Sergio Missana.
Ediciones Lastarria &
De Mora.
Valladolid, 2023.
295 páginas
Las distopías funcionan
de manera contraria al mecanismo que rige la memoria: allí, en nuestra cabeza,
desechamos los malos recuerdos, por la sencilla razón de que necesitamos
sobrevivir, y fijamos en las evocaciones los buenos momentos, los instantes de
placer y felicidad que hemos vivido. Las distopías son ilusiones creadas por
agoreros que aseguran que lo más importante no fueron las películas de Charlot,
sino la Gran Depresión. En los tiempos felices jugaban algunos personajes con
ser dueños de su destino, y es a ellos a quienes prestamos atención y no a los
predicadores de la oscuridad que anunciaban tragedias. Pero a la hora de la
verdad, a cualquiera que se le pregunte te dirá que vivimos tiempos sombríos y
se avecina una tormenta. Parecemos condenados a vivir entre los recuerdos
salvíficos y las predicciones agoreras. Tal vez a eso se reduzca nuestro
alimento básico. Sergio Missana (Santiago de Chile, 1966) se suma a los apóstoles
de lo sombrío en esta novela, Entremuros, en la que también se manejan
los principios básicos de las novelas policiacas.
Escrita a varias voces,
nos sitúa en una ciudad en ruinas donde todo el mundo parece estar en guerra
contra todo el mundo. No hay espacio para respirar aire puro, no hay espacio
para la libertad. A no ser que uno consiga huir hacia un territorio prometido,
que resultará ser poco más o menos tan consistente como un campamento de refugiados.
El mundo que crea Missana es un lugar donde no parecen existir leyes explícitas,
un lugar donde se supone que hay una administración, tal vez hasta un gobierno,
pero su debilidad alcanza tal grado que se diría que se ha diluido. Si no
existe un referente oficial, las leyes serán implícitas. Y las leyes implícitas
las dicta, ya lo sabemos, el más fuerte. Se suele conocer a este fenómeno como
ley de la selva, y aquí la selva son los escombros. Ni siquiera tenemos el
descanso de la naturaleza al fondo.
Se nos entrega una obra
que maneja todos los lugares comunes de este tipo de novelas, sitios que
parecemos más estar revisitando que conociendo por primera vez. Ahí está la
cárcel claustrofóbica, por ejemplo, o el secuestro de las mujeres; y también
tendremos al coyote que ayuda a emigrar, como los que atraviesan Centroamérica
y México en canal; se nos hablará de desaparecidos sin rastro posible de seguir,
y de prófugos de la justicia, cuando la justicia es algo demasiado débil; acompañaremos
a personajes en fuga, por tierras inhóspitas, como es inhóspito el desierto;
asistiremos al asalto a una comisaría defendida por dos policías, por parte de
unas bandas armadas que pretenden liberar a su jefe; los últimos poderosos se
refugiarán en torres como quien se libra así del acoso del mundo zombi y la
única salvación posible estará en un lugar legendario, en el que no hay más idilio
que mantenerse al margen de la violencia. Este país, este planeta, está más
bien regido por organizaciones clandestinas en las que uno no puede sino estar
en guardia, pues la traición es la norma. En realidad, cabe preguntarse por qué
son secretas, dado que no existe nada contra lo que ser secreto: no hay Estado,
no hay dirección central, no hay un sistema de justicia implantado por ninguna
administración.
La salida que se ofrece a
los personajes, el escape a este mundo tóxico, es el mito, la fantasía. En algún
lugar se podría ser feliz. En algún lugar uno puede vivir lejos de seres que
emergen de las sombras, llenos de tatuajes, con los dientes de una calavera dibujados
en los labios y círculos vacíos en torno a los ojos, portando machetes y un
collar de dientes humanos. No sólo los lugares son territorios que revisitamos,
también los personajes son gente a la que nos parece haber conocido en otros
relatos, algunos cinematográficos, donde este tipo de narración funciona como
un tiro.
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