El
tiempo de los lirios
Vicente
Valero
Periférica
Cáceres,
2024
215
páginas
«Su
elevado idealismo: autenticidad, religiosidad, pureza, devoción, sentimiento y,
por descontado, formas y colores de los maestros antiguos». Así se refiere
Vicente Valero (Ibiza, 1963) a la esencia de los pintores alemanes de la
Hermandad de San Lucas, que buscaban esencias pictóricas y morales a principios
del siglo XIX. La intención, sin duda, se puede trasladar al espíritu de este
libro, un diario de viajes que abarca un par de semanas recorriendo la región
de Umbría, en el centro de Italia. El tiempo de los lirios es el reflejo
de un viaje que busca afectar al pathos, es decir, al atractivo emocional, a
los sentimientos gestados tras las impresiones que llegan a lo más profundo. Con
aspecto de diario, en el que la entrada de cada día es larga, Valero estructura
la obra como si se tratara de una guía de viajes: retratando cada paso que da,
y a partir de lo que encuentra asociándolo con referencias que atañen a lo que
consideramos alta cultura o cultura clásica: literatura, pintura, arquitectura.
Así vamos acompañándole en lo que ve, en lo que reconoce y en su erudición.
El
libro está afectado por la admiración a la leyenda de San Francisco y los
términos en los que éste entendía la espiritualidad. De hecho, el autor se
mueve dentro de una burbuja que sugiere que solo puede gestarse en un lugar tan
hermoso y sereno como esta región italiana, y lo que caracteriza a la atmósfera
que se respira en la burbuja es una religiosidad que entiende que el bienestar
espiritual es la mejor expresión de felicidad posible. No sabemos si para
Valero hay otras formas válidas de espiritualidad fuera de esta tan próxima al
misticismo, porque defiende la artística, la silenciosa, la que se aproxima a
los rezos católicos, en definitiva, la religiosa. Y para expresar estos
principios recurre a un estilo que contrasta con la prosa entrecortada que tan
frecuentemente leemos en la actualidad: sus frases son largas, llenas de subordinadas,
y siempre buscando el efecto de algo que llamaríamos sublime, de no creer que este
adjetivo puede suponer un defecto si lo entendemos como algo pretencioso. No es
el caso. La escritura de Valero es culta y sosiega. Surge de lo emotivo, pero
pasa por un filtro poético.
A
pesar de tratarse de un intento de viaje, que viene a significar un intento de
sentirse viajero, la obra está atravesada por el turismo cultural: «Las
nuestras están siendo, ciertamente, unas vacaciones espirituales», reconoce, distinguiéndose
así de las formas más frecuentes de turismo, el de diversión, el de actividad,
el de playa. Esta espiritualidad está dentro de él, como no puede ser de otra
manera, y brota con los constantes encuentros que el arte ha tenido en la
historia con la iglesia, sobre todo los más humildes, los alejados del mármol y
las enormes dimensiones. Ahí es donde transpira un amor de connotaciones
románticas que ya existía dentro del autor antes de ponerse en marcha. Valero
viaja, eso sí, ratificando que la educación sentimental que le ha ido
construyendo es una buena educación sentimental. Como lo demuestran ciertos
pasajes de la vida de San Francisco, que para él son la representación idónea de
la sabiduría. Es posible que no hubiera hecho falta emprender el viaje para
llegar a estas conclusiones, pero el viaje ratifica, el viaje consuela, el
viaje sirve de acicate para escribir esta obra en la que estamos leyendo
constantemente quién es Vicente Valero, como sucede en los mejores ensayos. El
propio Montaigne lo expresó en alguna ocasión: el objeto de sus ensayos era él,
el cuidado de sí mediante el autoconocimiento. Esa es la línea que Valero ha elegido
seguir para trasladarnos lo que supuso para él este viaje.
Fuente: Zenda
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