viernes, 22 de marzo de 2019

LA CIUDAD PERDIDA DEL DIOS MONO


La ciudad perdida del Dios Mono
Douglas Preston
Traducción de Hugo López Araiza Bravo
Literatura Random House
Barcelona, 2018
385 páginas


Que en el siglo XXI quede un rincón sin explorar no es ya un hallazgo, sino una osadía. ¿Cómo es posible que un rincón del planeta se haya escapado a Google Maps? Y, sin embargo, existen rutas por las que el hombre de hoy, remitiéndonos a ese concepto con un inevitable prejuicio colonial, no ha pisado. Sin embargo, es posible que sin haberlos pisado los haya conocido hasta en tres dimensiones gracias a las técnicas actuales de cartografía: son lugares que se hayan en el centro de Sáhara o de la Antártida. Lo que sería más complicado de entender es que se nos haya escapado, a la ambición del colono y a la de la economía, un territorio en un pequeño país como es Honduras. Pensábamos que en esas regiones no quedaba nada sin detallar, nada más grande, al menos, que una cancha de tenis. Las leyendas, por tanto, ya habían sufrido una de las dos maldiciones posibles: la verificación o el olvido. Desde este segundo pozo se rescata la que atañe a una Ciudad del Dios Mono, una gran ciudad de una civilización que no era maya, que fue autónoma y que debió fallecer como fallecieron las que describe Jared Diamond en su libro Colapso, por exceso de éxito o por exceso de fracaso.
Douglas Preston (Massachusets, 1956) se embarca en una expedición liderada por un antropólogo convencido de la veracidad de la leyenda. Pero no será el primero. Los capítulos iniciales del libro están dedicados a los pioneros en esa empresa. O a los supuestos pioneros, pues Preston nos narra las vidas de algunos pendencieros, de gente que se aprovechó del dinero que les llovió para sufragar una expedición y dedicarse a una vida ajena a la ciencia, ajena a la aventura, o al menos a la aventura programada. También nos habla de la historia de Honduras, o de esa región de Honduras, Mosquitia, aunque aquí apenas cabe mencionar hipótesis, hipótesis que Preston convierte en narración. Esta estrategia estructural de Preston nos permite avanzar con facilidad en una lectura lineal, evitando tener que hacer referencias, cambios temporales, cuando comience la narración de su viaje. Nos habla de personas con obsesiones, pero sin esquinas. Sus propósitos obedecen a un intento de hacer el mundo más grande o de terminar de explicarlo, al tiempo que a recordarnos la necesidad de los relatos, la misma que hemos tenido desde que el mono se bajó del árbol y articuló la primera palabra.
Desde que aterrizan en la región, Preston y sus compañeros se dan cuenta de que han llegado a un territorio inhumano. La selva y los habitantes de la selva harán de cualquier movimiento, e incluso de la inmovilidad, una exhibición en la que clavar los dientes. La aventura estará en poder salir adelante en un entorno hostil: tener que fregarse en desinfectante dos veces al día o revisar cada pisada para no alertar a las serpientes, unido al hecho de la dificultad para orientarse, marcarán la pauta de una investigación que, por otra parte, cuenta con tecnología de última generación para verificar las posibilidades de encontrar ruinas, de descubrir una civilización desaparecida. La supervivencia de los protagonistas toma tanta relevancia como el éxito antropológico, entomológico o botánico. Preston no cesa de preguntarse por la suerte de colonos que son ellos, y por la incertidumbre de la condena que dejarán a su paso: el saqueo y el turismo.
Pero todo ello se trasladará al fondo del armario cuando descubre que padece leishmaniasis, una enfermedad horrible, en la que se combinan parásitos y virus devorando lo que esconde la piel. El relato pasará a tratar sobre la estupidez de los servicios médicos occidentales, incapaces de diagnosticar la enfermedad en él y en varios de los compañeros de expedición, y casi inhábiles para dar con el mejor tratamiento. No deja de ser una advertencia, no por conocida menos válida, sobre la venganza de la naturaleza: podemos dominar la que vemos, pero no la microscópica. Cuanto más minúsculo es el animal, más peligroso resulta. Nos recuerda así el riesgo de la arrogancia, en este libro escrito con los mismos mimbres con que se escriben los reportajes de National Geographic.

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