60 grados norte
Malachy Tallack
Traducción de María Fernández Ruiz
Volcano
Madrid, 2018
265 páginas

Pero la sensación, traducida a sentimiento de tanto elaborarla, de tanto padecerla, nos lleva a creer que retornar a casa, al líquido amniótico, nos devolverá un espacio de confort que nos niega la brutalidad del mundo en el que habitamos. También en el que vivimos, aunque la acción de este segundo verbo es más bien voluntaria. Sentirse bien en un mundo que consiente tantas injusticias no puede ser sano, no puede indicar que uno tiene la cabeza en su sitio. No nos arrebatarán la sonrisa, pero tampoco la rabia. De todo esto trata el libro de Malachy Tallack (Escocia, 1980), 60 grados norte. Tallack nos engaña cuando afirma, al comienzo de la obra, que es un libro sobre las relaciones entre las personas y los lugares, la tensión del amor y las formas que esta tensión puede adoptar. Nos engaña, hasta cierto punto. La narración se basa sobre dos ejes: su sentido de la vista y su memoria única. La descripción de los lugares que visita, recorriendo el paralelo 60, al norte, de los lugares por los que pasa intentando amar, y los apuntes sobre un pasado en el que sigue viviendo y que sueña con recuperar. Uno puede reproducir las sensaciones e incluso sentir con idéntica intensidad, pero jamás repetir la experiencia. Tallack se llama a sí mismo a reflotar su vida, una y otra vez.
Para ello recurre a un viaje en el que en distintos lugares se reproduce la supervivencia de su infancia: un clima hostil, un entorno duro, el aislamiento. Lo propio de las islas Shetland, donde muy poca gente elige quedarse. Y se pregunta quién es él, que es uno de esos pocos, y si existen otros motivos diferentes a los suyos. Porque es complicado reconciliarse con las montañas, la tundra, la taiga, el hielo y las tormentas. En ese sentido, a quien más intenta asemejarse es a Robert MacFarlane cuando habla de la naturaleza. Su viaje no le lleva solo a entornos naturales: Groenlandia lo es de manera inevitable, aunque la despoblación hace preguntarse a los habitantes si deben luchar contra una pérdida de identidad que apenas reconocen ya en el mar. En Canadá se centra en las rutas históricas, no en el presente; se centra en los colonos y el agua, ríos y lagos, como rutas de colonización. En Siberia, de un recuerdo de Kamchatka y de la terrible Kolimá dan a su razón empujones terribles para desencajarle. Y en Finlandia, el lugar donde parece sentirse más cómodo de los retratados, reconoce que a 60º norte se puede ser feliz, siempre y cuando uno identifique felicidad y libertad, algo de lo más sensato. En Finlandia la libertad se expresa en el derecho a caminar, en el derecho a moverse, en el derecho de tránsito.
Los pasos por los diferentes lugares son breves. De ahí que se imponga la pintura y apenas aparezcan diálogos. Tallack se encuentra inmerso en conversar consigo mismo, con esa parte de nosotros que se cree que estamos hechos de tiempo. Se pregunta cómo reconocerá que ha encontrado su lugar en el mundo, cuando parece pertenecer a la estirpe de quienes no se reconocen en ningún lugar. Y se busca en el viaje hacia el norte, hacia los lugares alejados de la civilización y del paraíso, hacia el frío, lo inaccesible y el desarraigo. Eso lo dicta el mito, y Tallack necesita verlo y recordárselo, una y otra vez, para certificar que su búsqueda del retorno al hogar tal vez sea un intento determinado a fallar siempre. Pero vivir no es encontrar. Las vidas no se cierran como se cierran las películas. Siempre quedarán vacíos y lugares por descubrir. También entre los alvéolos de nuestros pulmones.
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