lunes, 4 de febrero de 2019

PRIMERA PERSONA


Primera persona
Margarita García Reboyo
Tránsito
Madrid, 2019
208 páginas

Desnudar y secretos son dos palabras que unidas forman un oxímoron que, al menos hasta la fecha, solo se resuelve en los confesionarios (cada vez menos), en el diván vienés (cada día con más frecuencia) o en alguna de las formas que se sostienen sobre la creatividad, formas que dan salida a los peores, y mejores, de nuestros monstruos. La otra opción es acostarse con ellos y debatir contra los secretos en los sueños, algo que no sirve para gestionar un buen exorcismo, algo que solo es útil para que la industria farmacéutica venda más Lorazepam. Uno puede negarlos y hasta creerse esa negación, pero hasta las barreras son otro laberinto de la memoria, y entre los meandros en algún lugar anidan los instantes perdidos, los minutos que no comprendemos. Ante ellos es inevitable, si uno está en su sano juicio, preguntarse al menos una vez al día si uno está loco. De eso trata esta Primera persona, de la cordura o del imperio de la cordura, de las necesarias fugas hacia lo que la conciencia social calificaría como demencia, más o menos patológica, de esa pregunta tan necesaria, pues no existe el loco que no es dañino, acerca de la salud mental. “No hay tal cosa como un loco inofensivo”, nos comenta Margarita García Robayo (Colombia, 1980) en uno de los momentos más propios de la terapia que sobrenadan el libro.
Dotada de un oído exquisito para la prosa, estas confesiones de García Robayo mitifican la memoria y desmitifican los recuerdos. Todo comienza con el mar, ese destino soñado de adultos, el viaje al mar de la infancia y la juventud. En su evocación, García Robayo se pregunta, como lo hará en cada página, por el sentido de las cosas. Pero las cosas no tienen por qué poseer ese sentido que solo es propio de las intenciones, de la gente. “Soy alguien con tendencia a la desdicha, me quejo y me lamento”, nos descubre en las primeras páginas. La fórmula para atender a la propia desdicha será la rabia. Esos minutos de rabia que son tan sanos, son, por otra parte, la herramienta imprescindible para la literatura. La memoria se quedará en los pulmones, su expresión saldrá con el aire, sí, pero un tanto viciado tras atravesar nuestro organismo y las calderas de nuestro organismo. Solo los amigos nos salvan.
Entre las páginas circula el dolor de crecer, las dificultades de hacerse mayor, proyectadas en los hombres, por ejemplo, en las parejas o en la frágil y lejana figura del padre. También en la lactancia, una etapa en la que la madre se ve obligada a recordar que vivir no es fácil y que, incluso, puede ser peligroso. El libro va atravesando distintas etapas de la tristeza, pero sin odio. Al fin y al cabo, se limita a ser un registro, eso sí, un registro audaz. García Robayo se cuestiona hasta la libertad o el sentimiento de libertad sin fin, no la sensación, pues no deja de ser una idea abstracta aunque se trate de un sentimiento claro, sino al que la defiende y pretende aventurarse en ella: “alguien que se muestra como un ser libre y audaz puede esconder el terror de quien se fuga de un suplicio, de una reclusión, de una vida indeseada, de un depredador”. Une libertad y fuga, antes de enhebrarse con el feminismo a cuenta de las entrevistas de tantos periodistas que la preguntan por la condición femenina en la literatura, o de embriagarse de recuerdos adolescentes plenos de tensión sexual. García Robayo escribe palabras como disparos para recordarnos que ella, y nosotros con ella, no pidió venir aquí. Se trataría de un libro existencialista si no pretendiera ser tan cercano, esclarecer en vez de llevarnos a las nubes con preguntas: “me hace preguntarme dónde quedó la que fui allí, la que empecé a ser y se truncó por la fuga, o si en verdad nunca fui esa que recuerdo y esta extrañeza me acompañó siempre”.

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