lunes, 13 de marzo de 2017

UNA TEMPORADA EN TINKER CREEK

Que la filosofía es un subgénero de la poesía lo enunció, hace siglos, Michael de Montaigne. Y hasta hace unas décadas, esa idea fluía incluso por los premios de ensayo. Como el Pulitzer con que se galardonó a este libro sereno y sensato, que se parece más a un rezo que a una tesis:
“Soy la superviviente raída y mordisqueada de un mundo caído y me las arreglo bien. Envejezco y me comen, aunque yo también he comido. No estoy limpia ni soy bella ni tengo el control de un mundo brillante donde todo encaja, pero en cambio estoy deambulando sorprendida sobre un fragmento de madera, vestigio de un naufragio, al que he venido a cuidar, cuyos árboles roídos exhalan un aire delicado, cuyas criaturas ensangrentadas y llenas de cicatrices son mis compañeras queridas, y cuya belleza palpita y brilla no en sus imperfecciones, sino a pesar de ellas, de un modo sobrecogedor, bajo las nubes rasgadas por el viento, aguas arriba y abajo.”
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