Niágara
Joyce
Carol Oates
Traducción
de Carme Camps
Lumen
Barcelona,
2025
716
páginas
«En
Troy, Nueva York, al parecer se dejaban de decir muchas cosas. Por tacto, por
bondad, por lástima». La frase se encuentra en una de las primeras páginas de
esta novela, Niágara, y tal vez defina mejor que ninguna otra una de las
principales pretensiones de la narrativa de Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva
York, 1938): hay que conseguir decir todo, o al menos lo que de verdad importa,
sin olvidarse del tacto, la bondad y la lástima. En esta ocasión, Oates nos
habla de una familia encadenando la suerte de cada uno de los miembros de la
misma. Comenzamos conociendo a la madre, que vive el suicidio de su primer
marido al día siguiente de la boda, tras un compromiso sin motivo, comprometido
y un tanto convulso. En el mismo sitio de la tragedia conocerá a su segundo
marido, que se enamorará de ella ciegamente, y allí, en la zona de las
cataratas de Niágara, se instalarán y tendrán tres hijos. O al menos ella
tendrá tres hijos, pues se siembra la duda acerca de la paternidad del primero,
y esta duda contribuirá a la construcción del carácter de todos.
A
continuación, seguiremos al marido, abogado de éxito que se embarca en un
proyecto condenado al fracaso, debido a que conoce a una mujer que despierta en
él no el deseo sexual, sino el deseo de ser Robin Hood. El impulso es muy
potente y conlleva éxito en muy pocas ocasiones, pues lo normal es que implique
más y más tragedia.
Una
elipsis temporal nos llevará a varios años más tarde, para seguir a cada uno de
los hijos, dos muchachos y una muchacha, la hermana pequeña, en unas
situaciones en las que el factor común son las relaciones de pareja excéntricas,
divergentes, tanto como lo son los personajes que Oates ha ido creando. A
medida que avanzamos en la lectura, nos vamos dando cuenta de que se está
componiendo un relato social, de que lo social se impone, a pesar de que bien
podríamos estar callados dado lo peliagudo que puede resultar, por tacto, por
bondad o por lástima. «Había estudiado ciencias, y debería haber estudiado
derecho también. Porque (estaba empezando a verlo) el mundo es un juicio continuo,
argumentos entre adversarios en busca de justicia (escurridiza, seductora)», afirma,
sobre uno de los personajes, pero dando a entender el tipo de relación que
tienen todos con el mundo inmediato.
El
punto fuerte de la novela vuelve a ser la compensación maravillosa con que
combina Oates lo creíble con la imaginación. En cada ocasión nos está llevando
al límite de lo verosímil, tensando, pero manteniéndonos dentro de un pacto
narrativo que convence, que nos empuja dentro de la novela, por muy a contra de
naturaleza que sucedan los hechos que relata. Será la inseguridad patológica de
la madre, una mujer que se considera a sí misma inacabada, el personaje que se
mantiene vivo a lo largo de todas las páginas, la que contribuya a generar esa
atmósfera exigente, pero respirable a pesar de todo: «Con los años se
convertiría en una mujer que esperaría lo peor para liberarse de la ansiedad de
la esperanza». La ansiedad de la esperanza es un género sentimental atractivo y
un tanto gótico.
Los
personajes de esta familia, aunque se vea más claramente en el caso del padre,
están constantemente eligiendo entre la vida y la conciencia, sin que ese
debate genere nada benigno. En ocasiones, eso sí, asoma el amor, o el cariño, sobre
el barro de la miseria social, como asomaría la mano de quien se está
terminando de hundir en un charco de arenas movedizas. Las relaciones entre
humanos son tensas, hasta llegar al extremo de presentar al primogénito como un
pacificador voluntario en un caso de secuestro con arma de fuego, porque el
peso del pasado, que se ha ido acumulando página tras página, está en brega por
ser superior al del fluido desalojado, es decir, al de aquello que te ayuda a flotar.
Joyce Carol Oates vuelve a demostrar que es una novelista de raza, sin fisuras,
que es una candidata seria al premio Nobel y que merece figurar en lugar
preferente en nuestras estanterías.
Fuente: Zenda
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